Hablar de Matilde Cabello es hacerlo de la brisa marina preñada de sal de su Puerto Real natal, de la luz filtrada entre las dehesas de la Extremadura profunda que compartimos y nos une, de esencia pura cordobesa mamada a golpes de pasión, sensibilidad y un espíritu siempre curioso y proclive a la emoción individual y compartida. Matilde es como una mañana fresca de primavera; tiene la hondura del cante jondo, la sencillez de un ama de casa, la profundidad de carácter de una intelectual de raza; destila aromas de trigo en sazón, puerto de mar, uva madura, galán de noche, cilantro y hierbabuena; es capaz de imprimir alma a través de su palabra incluso a los fantasmas. Su curriculum personal y literario, su maleta vital, su bagaje emocional y humano apabullan de tal manera que sería temerario por mi parte intentar glosarlos. Poetisa, novelista, articulista, guionista, documentalista, mujer de radio y de televisión, siempre dispuesta a darse, basta con que se acerquen a cualquiera de sus obras, con que la lean predispuestos a dejarse sentir, sin ataduras emocionales, para que entiendan de qué les hablo. Y eso es lo que precisamente pretendo ahora: traerles mis impresiones sobre su última novela, El pozo del manzano (Ediciones Buendía 2016), que en mi opinión constituye un compendio maravilloso de todo lo que acabo de decirles.

El pozo del manzano es una obra llena de secretos y de silencios, de presencias y de ausencias, de cordura y de locura, de nostalgias y de melancolías, de tierra y de desterrados, de familias destrozadas y de odios eternos, de verdades enteras y mentiras a medias, de espanto tras los visillos y tiros de madrugada, de explotación y de explotados, de sangre y de hambre, de rencores y de venganzas, de fueros y desafueros, de ternura y de barbarie, de amores y desamores, de grandezas y de miserias, de víctimas y de verdugos, de vivos y de muertos; sobre todo de muertos. Todo ello lo va desgranando la autora con prosa poderosísima y emocionante, con pulso narrativo y capacidad de evocación reservados solo a muy pocos, con el atavismo de quien habla de lo que lleva tatuado en las venas, de quien se mantiene abierto a la vida consciente siempre de que más allá, indefectiblemente, está la muerte, a la que conviene mirar de cara por más que nos aterre pues la una no existiría sin la otra.

Aun cuando los hechos transcurren de manera parcial en Córdoba, el ambiente, que casi roza el realismo mágico, es profundamente rural y un tanto opresivo, a caballo entre dos poblaciones ficticias: Miserena e Intramuros, la tierra de los Cardona, adonde regresa la protagonista aparente en pos de sí misma, consciente de que vuelve «a los viejos credos y las supersticiones, a las Ánimas Benditas y las almas en pena, a los cuentos de ahorcados, a las razones de las ahogadas, al árbol de los bandidos, a las noches de verano y los días de candela en el cortijo del Zújar, y al pozo del manzano» (p. 13). Todos los que somos de pueblo y nacimos en la tardía posguerra; los que un día hubimos de abandonar nuestro paisaje de niños para salir a buscar prados nuevos; los que varias décadas después seguimos manteniendo en nuestro interior ecos profundos, tiernos y a veces desgarradores de las voces y los silencios que poblaron nuestros respectivos universos infantiles, al son de la copla, la canción del colacao, la trama de Ama Rosa o la voz aterciopelada y equívoca de la Señora Francis, podemos encontrar, pues, en El pozo del manzano un retablo de personajes, situaciones y tramas que nos prestarán su voz para que entendamos mejor el porqué de tantas cosas, no siempre gratas ni ejemplares, pero sí fundamentales. Y es que resulta imprescindible asumir el pasado para poder enfrentar en plenitud el presente. Quizás por eso, a quienes tenemos ya una edad se nos hace tan difícil comprender cómo esta España nuestra vuelve a caer de manera sistemática en errores añejos y pone en peligro lo conseguido por nuestros padres y abuelos a costa de tanta sangre derramada, tanto esfuerzo y tanta hambre, por la veleidad de unos pocos, desconocedores de la historia o ansiosos por repetirla, víctimas de resentimientos no bien canalizados o de simple torpeza; en beneficio propio y sin que nadie haga nada para evitarlo. En tiempos inciertos, de hambres, revanchas y represiones, la luz termina por hacerse más opaca; el aire, irrespirable; los silencios, losas; las verdades, mentiras; la fe, rabia; el dolor, cotidiano; la alegría, desgarro; la vida, muerte. Es entonces cuando, como bien describe Matilde Cabello en El pozo del manzano, no se conocen más risas que las de los locos. Los cuerdos solo lloran.

* Catedrático Arqueología UCO