Ha bastado la primera manifestación de un populismo vociferante, para que inmediatamente se alcen las voces contra su presencia y sus amenazas. Fue hace dos días, en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, impidiendo una conferencia del expresidente del Gobierno Felipe González: «La primera ley de la democracia es respetar al otro, al contrario, al que opina distinto que tú». No hace mucho, en unas declaraciones periodísticas, el escritor José Luis Pardo anunciaba y denunciaba esta nueva realidad: «Estamos asistiendo a una desoladora epidemia de actitudes populistas que erosionan los fundamentos jurídicos de la política, que en su ejercicio del poder ha de conducirse por los cauces del derecho. Esta idea que apela a un supuesto pueblo que estaría más allá del derecho y que te permite saltarte las reglas del juego es pavorosa: el pueblo no precede a la Constitución, sino que nace de ella». La hora difícil que vivimos, las angustias que nos acosan, las encrucijadas que reclaman soluciones urgentes para poder afrontar los graves problemas de la sociedad, no pueden verse empañadas por ataques directos a nuestro sistema democrático. Sencillamente, porque con rabia, indignación y asco no se construye un futuro mejor para todos, tampoco para el sujeto de la humillación, el rabioso con causa, el asqueado con motivos, el indignado con razones. La solución, en estos momentos de nuestra historia, no es tirarlo todo por la borda, ni pensar que cuanto peor, mejor. Al contrario. Una sociedad avanza no cuando se vota en contra de unos o de otros, de tal situación o de aquel privilegio, avanza cuando cada uno, por muy difícil que sea, vota por lo que más conviene. Avanza con la disposición general por parte de los ciudadanos, de construir un país más justo, más desarrollado, más solidario. El batallón de las mentiras se estrellará siempre contra el frente de la razón y de la verdad. Quizás, por eso, los que encabezan el populismo crean tanta preocupación y miedo en esta hora.

* Sacerdote y periodista