Comenzó el diálogo de sordos sobre como reformar la Constitución. Más bien cómo contentar a los que claman sobre la necesidad de otra nueva, y sería la novena en 200 años. Es más, aupados a la ola de populismo insoportable que nos inunda, algunos insensatos proclaman arrepentimiento por haber consentido la reforma del artículo 135, lo único trascendente de la era Zapatero.

Era previsible pero penoso, porque quienes deben ponerse de acuerdo para una reforma tan perentoria como necesaria son tan causantes del colapso y hundimiento del sistema en la crisis moral y de valores, como de la inviabilidad y desprestigio del Estado, cuando ya se muestran incapaces hasta de asegurar su permanencia. Y ahora pretenden ponerse los primeros de la fila, aleccionándonos en el sacrificio de sus esencias, en aras de una responsabilidad en la que nadie cree, por resultar invisible algún gesto significativo de regeneración a los ojos de los ciudadanos, electores y víctimas de tanto desafuero. No me apunto a este vendaval que no hizo más que empezar.

Viene siendo habitual en mis comentarios desde hace tres años la urgente necesidad de una reforma definitivamente federalizante de la Constitución, pero preservando el sistema, único capaz de aunar progreso y libertad. Y ahora reitero que si el acuerdo no llega en menos de un año, no más allá de 2017 el miedo, sí el miedo, se habrá transformado en pánico. Solo un año para intentar resolver lo que no se hizo cuando comenzó a percibirse la deriva imparable de los territorios autonómicos, arruinados, exigentes, sacando pecho frente al Estado cuando no burlando los mínimos principios de lealtad constitucional, como el bochornoso espectáculo del fútil presidente canario. Y todo en medio de una crisis económica de proporciones desconocidas que no cesa, de una corrupción que refugiada en la saturación judicial triunfa en la impunidad y un incipiente independentismo imparable que además hace saltar la estructura del desvencijado Estado, víctima de la estulticia de sus guardianes, algunos de los cuales se rasgan cínicamente las vestiduras ante la observación lúcida de un ilustre y culto militar, que ni siquiera llegaron a entender.

Y desde fuera, vigilante, el populismo que ya toca poder porque no es doctrina sino síndrome. Cuando el sistema sufre empantanamiento por ausencia de proyecto hegemónico, el populismo se ofrece como solución posible, devenida luego en imposible pero presentada como cesarismo o bonapartismo en expresión de Gramsci. Por eso es tan vago como heterogéneo, con muy diversas tendencias al extraer elementos de otras ideologías que hacen suyos pero que tienen en común, sean fascistas o comunistas, la incesante invocación a la intervención fuerte, decidida, de esa evanescente categoría política llamada "pueblo". Son viejas ideas reaccionarias de democracia popular o populista en un movimiento de masas que intenta alcanzar un espacio en las estructuras políticas y económicas, generando el cambio a partir del rechazo de la preexistente, con un discurso demagógico y la preeminencia de un líder carismático, en sentido weberiano. Es la apelación al pueblo al que luego se le organiza políticamente en dictadura una vez desarmado el sistema democrático.

Espectáculo desazonante ver al profesor interino Iglesias, nuevo líder populista, balbuciente en TV ante una de los suyos, que al exigirle pronunciamientos concretos no logra extraerle más que el bluf de un espectacular montaje mediático, aunque peligroso por su capacidad de penetración en capas sociales deseosas de predicadores de la revancha. Penosa su definición de España como país de países o país de naciones como llegó a decir, aunque le faltó en el trabalenguas, nación de países. Es igual el confuso y estúpido revoltijo porque solo pretenden iniciar un proceso constituyente que abra el candado del 78, superando el sistema ante la debilidad del Estado. Es momento leninista de audacia, lo que Touraine definiría como tentativa de control antielitista del cambio social.

¿Qué candado del 78 hay que abrir? ¿El pacto constitucional con derogación de la Ley de Amnistía que lo hizo posible? ¿La entera Constitución? ¿La especial protección que su artículo 168 confiere al Título Preliminar de principios y valores constitucionales y a los 15 artículos de derechos fundamentales y libertades públicas del Titulo I o al Titulo II de la Corona? Quizá cuando elaboren su innecesario programa nos enteremos que les molesta la libertad sin más, da igual de qué y para qué.

Y no crean, lograrán los apoyos precisos porque siempre cotizan en la tiniebla los siervos de los iluminados. Es cuestión de un año. Miedo no, pánico.

* Ldo. Ciencias políticas