La película La ley del silencio es mucho más que la consagración de Marlon Brando con su cazadora de cuadros y la rebeldía de un estibador. Es la omertá de los cucos, la de quienes desprecian a esos santones poceros que levantan el estado de las cosas, desaprobándolos por la cínica lucidez de anteponer el mutismo al desgarro. Pero también es la clarividencia de blindar las miserias propias, entendiendo que la expiación es una memez cuando no se detiene en el ojo ajeno. Y, desde el prisma de los señalados, es inmensa la casuística y el repertorio de descalificaciones para los destapadores, desde visionarios pasados de rosca hasta tontos útiles concertados con el desastre. Algunos descargos concitan, cual Bartolomé de las Casas, que en su defensa de los indígenas, lubricó de qué manera la leyenda negra. O Gorbachov, más afín en la memoria rusa a los anuncios publicitarios que a iniciar una nueva era, pues en la madre Rusia no es precisamente leve el peso de la autoestima.

En esa gama pretenden situarse los detractores del papa Bergoglio. Para su argumentario, la auctoritas queda descafeinada sin la majestas, el cetro y la liturgia como adminículos indispensables para formalizar el temor de Dios. No obstante, el césar se cuela para reclamar lo suyo, pues en un tema tan deplorable como los abusos eclesiales debe reconocerse que Benedicto XVI, un Papa tan antagónico en las formas a Francisco (mocasines rojos y camauro incluidos), fue quien abrió las rendijas para detener esta ponzoña.

El bucle de los oscurantistas remitiría a un catecismo que contempla la constricción y el perdón. Sin embargo, las cárceles están llenas de arrepentidos, convictos que han podido ajustar su conciencia con el Altísimo, pero que en su condena han de restituir a la sociedad el ilícito de su actuación. Es insuficiente abrirle las tripas al silencio. A Francisco no solo se le juzgará por priorizar, frente al besamanos, el lavatorio de los pies, sino que ha de limpiar con mano firme los estigmas de esta podredumbre.

Precisamente, el sucesor de los emperadores romanos ha podido encontrar, en la calamidad del viaducto Morandi, una mala señal de los harúspices. La máxima distinción que acompañaba al obispo de Roma era la de pontífice, o constructor de puentes… Otra veta de mezquindades: Salvini, el valido del Gobierno italiano, desprecia la inoportunidad de testimoniar el dolor, retratándose en el esparcimiento de unos postres en lugar de acercarse a los cimientos de la catástrofe. Y encima, escora una no mala noticia, deriva la catalogación de tonto útil a un Gobierno español al que le puede quedar grande el tratamiento del problema migratorio. Puentes reales o metafóricos, infraestructuras de túneles y viaductos datadas en algunos casos en la época de Mussolini; desidia y desprecio hacia las actuaciones preventivas; y atrincheramiento para exorcizar las responsabilidades propias. Un mal común que también ha podido observarse en el hundimiento del pantalán vigués. Por enésima vez, resulta lamentable comprobar que el apego a los cargos es inversamente proporcional a la activación de autoinculpaciones. Hay todavía mucha orfandad en sistemas de gestión, en planificaciones y prevenciones que se canalizan con arrestos y convicciones, más que con agua bendita.

*Abogado