No solo muere un hombre, sino un tiempo. Es lo que hemos perdido con Pablo García Baena, el último poeta de Cántico, su memoria y su voz. Cada uno tenemos un retrato y también un relato de lo que ha sido --es-- Pablo García Baena, ese hombre sencillo que aparecía detrás de una esquina, en San Miguel, y te daba un consejo que te podía cambiar la vida. A mí me lo dio, y al menos me afirmó en lo que ya estaba. Pablo tenía la virtud del dardo más amable, del punto y coma cálido en la frase calmada de la brisa despierta. No había un detalle que se escapara vivo de esa mirada siempre atenta a lo que sucedía, porque todo podía ser acecho de un poema y no hay ninguno en Pablo que no haya sido vivido y visto antes. Lo importante es vivir, podría decirnos. Pero vivir cómo, de qué manera, dónde. También esto era Pablo. La libertad de Málaga, como una elección propia que es estilo y moral, desde 1965 hasta el año 2000, cuando regresa a Córdoba. El aire inaugural de Nueva York. Luego la historia puede relatarse de distintas maneras, ya digo, cada uno y cada una con su narración propia, pero Pablo García Baena fue un poeta secreto para Córdoba hasta que ganó el Premio Príncipe de Asturias, nada menos que en 1984, es decir: con 63 años. Hasta entonces, salvo los enterados, esa cofradía silente de poetas o amantes del quinqué otoñal de sus poemas, encendido entre los claroscuros de la tarde dormida, muy poca gente conocía o reconocía a Pablo García Baena como lo que fue, lo que es y será siempre: uno de los más grandes poetas españoles de todo el siglo veinte y parte del veintiuno, como ha puntualizado Gimferrer, porque hay poemas nuevos. Sin embargo, su tiempo era otro, su tiempo era Marlene Dietrich en la película Marruecos, vestida con esmoquin y cantando, besando a una mujer dulcemente en los labios y dejándose morir de amor por Gary Cooper, a quien desde el escenario tiró una flor que él se puso en la oreja. El fondo expresionista y la misteriosa vulnerabilidad de Dietrich, armada con su gesto sensual, es totalmente Cántico, como Pablo García Baena lo ha sido también hasta el final. Lo definió con notable acierto el propio Gimferrer con José María Martín en Radio Córdoba: al hablar del último Pablo, se refirió a la ternura que provocaba su inquebrantable fragilidad.

Antes del Príncipe de Asturias, antes de convertirse en el príncipe de la poesía española, Pablo era Torremolinos y luego Benalmádena, con la tienda de antigüedades El Baúl, abrigado ahí por el cariño de Pepe de Miguel. Historias, fábulas. Esa noche de luz en la que era posible brindar con Ava Gardner y Lola Flores en esos bares libres de Torremolinos, con gin-tonics lumínicos antes que el tiempo acabe. Sin embargo, entre el humo y la risa, el poeta vive también en su poesía secreta, hasta que los poetas amigos de Málaga, más jóvenes que él, lo empujan a volver a escribir. Por eso su magisterio ha sido ancho y amplio, por eso también recorre varias generaciones por amistad o lectura, o por ambas cosas: de alguna manera, la casa de Pablo ha sido siempre, con su sello, una Velintonia del Sur, y las voces y rostros se han ido ubicando alrededor de su mesa.

El regreso a la ciudad, como ha contado bien Pablo García Casado, fue también silencioso a su manera, porque los que entonces teníamos poco más de veinte años nos fuimos acercando a él --en mi caso al menos-- con un respeto reverencial que él disolvía de momento. A partir de ahí, como los mejores escritores que he conocido en mi vida, él te hablaba como a otro compañero y estaba dispuesto para cualquiera que lo solicitara. En fin, supongo que llegará un momento --en estos días, quiero decir-- en que el duelo por Pablo se volverá silencio, porque conviene dejar descansar su recuerdo para que se levante mucho más vivo aún, renovado y fulgente. Ganó el mayor galardón de todos, el reconocimiento más íntimo y personal que cabe en un autor: el de una obra de singular belleza, con un tiempo propio, ebria del paraíso al que nosotros regresamos con él.

No ya el Cervantes: por altura poética merecía el Premio Nobel. ¿Y qué más da? La vida es otra cosa. Eso nos diría. Siempre lo vi agradecido por los dones que había recibido, aunque echara de menos --cada vez más-- a sus amigos muertos años atrás: sobre todo, Ricardo y Vicente. Nos queda su mundo, sus jardines selváticos, decadentes de luz. Se va un hombre discreto y elegido por su propio fulgor, que siempre seguirá siendo, en su universo, un gran poeta secreto por descubrir y gozar.

* Escritor