Hace ya algunos años, no sé si cinco o seis, que comencé a descreer de la esperanza en que este país tiene solución. Me gustaría ser más optimista y sentir que hay caminos de oro en torno a mí que conducen a almacenes y fábricas celestes donde los empresarios dadivosos, de una honradez casi sobrenatural, tratan a sus obreros con ternura y un afecto exquisito, concediéndoles un sueldo equiparable al del fruto que ellos obtienen dirigiendo el negocio con celo y equidad, sin nunca abusar de sus subordinados. Hasta hace muy poco fui un iluso incorregible, pero la realidad me ha golpeado y mi alma ha caído al suelo fracturándose como un perro de nieve abatido por el sol pequeño y violeta del atardecer. La realidad que habito es deplorable. Sería lindo vivir en un país libre de sátrapas y almas ferruginosas e indecentes (por fortuna hay también gente extraordinaria) que en la política hallan su estrategia, el miserable y tosco escalafón para subir peldaños hacia su trono desde el que desprecian y humillan al ciudadano que un día les dio el voto. Me gustaría creer que aún es posible construir una sociedad cosida por la justicia y el amor; pero a estas alturas mi fe se ha derrumbado y mi alma es tan frágil como un olmo carcomido por el escarabajo de la precariedad, esa plaga voraz que a tantos nos devora y, a veces, nos hunde en un amargo laberinto donde las sombras combaten con la luz de una esperanza a punto de caer en la amarga llanura de la desolación.

Los vencejos más puros caen a tierra desde el aire y, a partir de ese instante, ya no pueden alzar el vuelo porque sus alas larguísimas lo impiden. Siempre tocan la tierra de bruces los más puros: los vencejos sublimes, las tiernas golondrinas, las alondras golpeadas en el aire por la nube. Pero los que no caen jamás son los galápagos y los camaleones de un poder político agusanado en muchos de sus vértices: cuando la justicia hace aguas por doquier y algunos de los que la rigen y administran se dejan manipular por los de Arriba abriendo la manga al quehacer de los corruptos, la persona decente acaba dejando de creer en la democracia furtiva de un país donde los que malviven sostienen a los que roban apoyando de un modo inconsciente su actitud, impropia del cargo político que ostentan. Quien da su confianza a un corrupto o a un ladrón está fomentando ante todo la pobreza, la injusticia social y la precariedad. ¿Qué ha ocurrido, si no, en el último quinquenio en esta patria descorazonada? Los ladrones sublimes, de traje y guante blanco, en una estructura gris, piramidal, han robado a sus anchas amparados muchas veces por leyes injustas al servicio de los ricos, favoreciendo el resquebrajamiento de una sociedad pútrida y grotesca en la que los pobres sostienen a los de Arriba, quienes cercenan a diario su futuro, su pequeña esperanza en un bienestar social que ya nunca volverá a este gris país donde triunfan los sapos y escuerzos de un poder absolutamente trágico y servil, entregado a los brazos de un vil capitalismo, de un neoliberalismo oscuro y cruel que expulsa a los pobres de la sociedad.

La realidad social que nos rodea a mi modo de ver resulta delirante. ¿Quién puede entender que dentro de un país teóricamente libre y democrático aguanten en su puesto de altísimo nivel personas que han sido de entrada reprobadas, desautorizadas por su ineptitud, algunas incluso a nivel constitucional? Mi corazón se llena de preguntas, de interrogaciones amargas, sin respuesta. ¿Cómo puedo sentirme feliz mínimamente cuando hay cerca de mí mujeres limpiadoras, camareras de piso, que hoy ganan la mitad del sueldo que estuvieron obteniendo hace pocos años, antes de que la crisis financiera --ese invento falaz de las élites y la Banca-- acabara echando raíces en el país? Su desamparo ahora mismo es mi dolor, su inquietud laboral, la injusticia que soportan, son aguijones clavados en mis entrañas. ¿Quién puede vivir cercado de injusticias, de precariedad laboral, de desamparo? Ahí radica el problema: hemos ido acostumbrándonos a vivir rodeados de miedo y de pobreza, de una precariedad que nos abate, mientras hierática, firme e inquebrantable, campa a sus anchas la indemne corrupción, la cual parece aún no tener fin.

* Escritor