Nos los vamos encontrando cada día y pasamos ante ellos como un paisaje más de la ciudad. Un mensaje en un trozo de cartón, lanzado a las olas del trasiego; un pequeño recipiente, una mirada. Tratamos de evitarla. Una mirada más, abierta al misterio del dolor. Busca nuestros ojos y se queda en ellos, palpitando, preguntando. Es la mirada de nosotros mismos frente a nosotros mismos cuando nos asalta una desgracia y no nos queda más remedio que aceptar que somos vulnerables. Pero aquellos ojos viven siempre en la certeza de su precariedad. Solo tienen a Dios. Están completamente en sus manos. Ellos dejaron muy lejos la vanidad, el engañarse creyéndose seguros; olvidaron los lugares, las actividades, los pensamientos con que evadirse. Están en la intemperie de la vida, sin cobijo, sin amparo y sin más esperanza que descansar un día de tanto extravío y abandono. ¿De qué infancia vienen? ¿De qué traiciones? ¿De qué mentiras? ¿De qué sueños de juventud inalcanzables? Lanzan sus manos en busca de otras manos y solo Dios las recoge en el infinito amor que tiene a sus criaturas. Ellas no se pueden costear un seguro de vida. ¡Quién las puede asegurar! Están solas. Esas almas no se pueden permitir el lujo de tener miedo, porque carecen de cualquier protección. No pueden traicionarse a sí mismas, porque la verdad de su pobreza se les impone y las envuelve. Se sientan en una acera, se acuestan en el cajero de un banco, --¡qué extraña paradoja!--, y nos miran con ojos que nos desnudan de todas esas mentiras con las que tratamos de protegernos, nosotros, tan aferrados a tantas fantasías de sentirnos seguros, cuando en un instante algo nos puede quitar todas nuestras seguridades y dejarnos el alma en la desolación más ridícula, a la vuelta de una esquina, al bajar una escalera, al recibir una llamada de teléfono. El miedo nos atenaza al fondo y tratamos de escondernos de él asegurándonos con cosas que no nos dan seguridad. Y lo sabemos. Pero vivimos engañándonos. ¡La vieja traición nuestra de cada día! Y Dios allá lejos, pequeño, como si la vida se hiciese a sí misma por azar o por el capricho de un sádico egoísta. Pero en todo el universo palpitan las palabras que algún día asumiremos: «Buscad el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura».

* Escritor