Fernando Martín fue el vuelo de la celebración. Parafraseo a Claudio Rodríguez porque, hasta llegar a Fernando, los pívots españoles estaban divididos en tres tipos: torpes, leñeros y melancólicos. Las dos primeras categorías solían coincidir. Con Fernando Martín, la elegancia atlética llegó a los hombres altos. Cuando murió, no solo se perdió un jugador, sino una tipología. Pero después, en el Europeo de Italia'91, su hermano Antonio sería designado mejor 4, gracias a su versatilidad y su acierto en el tiro de tres. Un pívot moderno, tan extraño entonces. Cuando tenemos algo así de bueno nos creemos que abunda, pero no es así: el año siguiente, en Barcelona'92, Antonio quedó fuera de la convocatoria por una lesión --también Ferrán Martínez-- y la selección de Díaz Miguel, con los bases Rafa y Tomás Jofresa o los aleros Jordi Villacampa y Epi, tuvo que llamar a pívots como Andréu, Santi Aldama- Y Juan Antonio Orenga, el aún seleccionador. A Orenga, como jugador, lo más inteligente que le vi hacer en la cancha fue en la final de la Copa del Rey del 91, cuando casi le rompió la mano a un Epi que iba enchufado, de un mazazo brutal, que casi le impidió lanzar los tiros libres.

Recuerdo una entrevista de entonces en la revista Gigantes, en la que preguntaban a Orenga por las ausencias de Antonio Martín y Ferrán, los dos titulares lógicos de la selección. El contestó que España no iba a echar de menos a nadie, y luego Angola nos pasó por encima. Todos tenemos derecho a una segunda vida, pero la memoria aparece para ajustar las cuentas al pasado. Cuando fue nombrado seleccionador, la estupefacción fue unánime: sin apenas experiencia --pocos partidos en ACB o haber sido segundo de Sergio Scariolo--, ni más acreditación que su entrañable cercanía con el presidente de la Federación, José Luis Sáez, iba a dirigir a uno de los mejores grupos de los últimos años. Sin Pau se logró el bronce, con fortuna. Este año, en el Mundial celebrado en España, estaban todos: el mejor equipo nacional de la historia de nuestro baloncesto. A diferencia del fútbol, no estamos ante un cambio de ciclo tan radical, sino con jugadores excelentes, todos NBA o ex NBA, en su plenitud o cerca de ella. Pero ningún equipo, por bueno que sea, puede jugar contra su entrenador.

Con Francia, en el cruce de cuartos, España jugó sin y contra Orenga. Ya en la fase regular, cuando España ganaba de 20, ni siquiera se le ocurrió dar entrada a los suplentes, para foguearlos y, de paso, dar descanso a los titulares. ¿Para qué, si solo juega con 9? Contra Francia, a pesar de la lesión de Pau, de su viaje relámpago a Barcelona con su hermano, Orenga volvió a insistir en los Gasol. 50, 50 rebotes cogió Francia, por 27 de España, con Ibaka confuso y Felipe Reyes calentando el banquillo. Un jugador puede fallar, pero un entrenador puede hacer cambios, dar alternativas. Algo debe de tener Orenga contra el pívot cordobés, o no se explica. En ausencia de táctica alguna o de una mínima respuesta estratégica al --este sí-- meditado planteamiento francés, era un partido de coraje, de los que se ganan cogiendo el intestino con las manos y metiéndolo dentro de la herida. Un partido para Felipe, de la estirpe Reyes, como su hermano Alfonso. Felipe, que es un gladiador del rebote ofensivo. Felipe, que en apenas 12 minutos metió 11 puntos y cogió 4 rebotes ante Senegal. Pero nada. Felipe no salió. ¿Y Víctor Claver? En el baloncesto, en relación al fútbol, la incidencia del entrenador en el juego es abismalmente más directa: si te están acribillando a puntos pides un tiempo muerto,cortas la racha ajena y vuelves a meter a tus jugadores dentro del partido. Francia nos destrozaba y Orenga paseaba por la banda con la misma expresión que cuando estuvo a punto de partir la mano a Epi. Pero según José Luis Sáez, responsable final de esta hecatombe, "no es el momento de exigir dimisiones".

Tras haber malogrado el broche lógico --una razonable medalla-- de la mejor generación de nuestro baloncesto, Orenga no se va ni con agua caliente. "Soy un hombre de la Federación y me da igual estar en un sitio o en otro". Claro. Qué importa este fracaso, la ocasión histórica perdida, si en la España de los 6 millones de parados tú vas a seguir bien colocado. La dignidad es importante hasta para un pívot leñero. Cuando se pierde, y se alcanza el ridículo, hasta la culpabilidad por el fracaso pasa a un segundo plano.

* Escritor