En estos albores de 2015 una fotografía insólita ha revolucionado las redes sociales (tan peligrosas y manipulables como útiles y efectivas): en ella, Giancarlo Murisciano, siciliano de 28 años, licenciado en Ciencias Motoras y fisioterapeuta de profesión, sostiene en brazos la pasada Nochevieja a su abuela Antonia, de 87 y enferma de alzhéimer, cuyo rostro refleja con gran patetismo los estragos de la enfermedad. Al pie de la imagen, Murisciano añadió un texto que sobrecoge, por cuanto implica: "En el pasado tú me tenías sobre tus piernas; ahora lo hago yo, abuelita, sin vergüenza ni temor... para recordar a todos que la vida hay que vivirla y combatirla..., presente siempre y en cualquier circunstancia... Este es mi deseo para 2015: alguien a tu lado que te pueda proteger y confortar, para que estés feliz y sonriente con nosotros...". La foto ha revolucionado internet, y se cuentan por cientos de miles las personas que la han visionado y compartido, probablemente porque han sabido reconocer en ella, en toda su desnudez y dureza, la plasmación gráfica evidente de nuestra fragilidad, la necesidad que tenemos del otro. Es posible que la predisposición emocional de las fechas, los buenos deseos que caracterizan las fiestas navideñas, los propósitos un tanto falaces que solemos expresar cuando cada año termina y nos miramos precipitada e hipócritamente al espejo, incluso un cierto complejo de culpa colectiva, hayan influido de alguna manera en su éxito. Aun así, resulta innegable su desgarradora autenticidad, el desvalimiento y la orfandad que transmite, la invalidez de la anciana y la generosidad sin sonrojo de su nieto, la empatía que siente quien la mira al pensar que un día pueda encontrarse en la misma situación, el deseo implícito de que cuando tal circunstancia llegue tengamos a nuestro lado a un nieto como Giancarlo. "A menudo el anciano no tiene otro argumento para probar que ha vivido mucho tiempo que su edad", decía L.A. Séneca en Sobre la tranquilidad del espíritu . Y, cuando eso ocurre, a lo máximo que podemos aspirar es a esperar la muerte con dignidad; si no podemos por nosotros mismos, con la ayuda de quienes nos quieren y un día quisimos.

Obviamente, no es casual que el chico sea siciliano. En esta isla italiana el respeto a los mayores sigue siendo principio rector de vida, mantiene vigentes los pilares morales heredados del crisol de civilizaciones que a lo largo de los siglos han ido conformando su cultura, nutriendo su sabiduría natural, depurando sus virtudes. La Sicilia de los grandes yacimientos griegos y romanos (Siracusa, Catania, Lipari, Agrigento, Selinunte, Segesta, Taormina, Palermo, Piazza Armerin...); del Renacimiento y el Barroco; del Gatopardo y la Revolución; de la Cosa Nostra y la vendetta; de la especulación y la miseria; del buen vino y la mejor mesa; de la resignación un tanto fatalista ante la fuerza del destino..., sigue manteniendo como uno de sus principios definidores la que fue prenda ética básica en el mundo romano: la pietas ; es decir, el respeto a los mayores, el reconocimiento a su sabiduría y capacidad, el compromiso activo ante su indefensión y sus limitaciones, el cariño incontestable de quienes ven en ellos modelo a seguir, a los autores de sus días, a quienes sin medir esfuerzos, sudores ni lágrimas, contribuyeron a legarles un mundo mejor, aun a costa de sí mismos. Ya he contado en alguna otra ocasión que Augusto la reivindicó como uno de los fundamentos ideológicos de su nueva forma de gobierno. Se retrotrajo para ello al propio Eneas, cuando salvó a Anquises, su padre (que portaba además sobre sus rodillas la caja con los Penates, o dioses del hogar), y a Ascanio, su hijo, de la destrucción de Troya; a lo mejor de la tradición etrusca y republicana, que todos en Roma entendían como cimiento incontestable de su raza. Pío es uno de los epítetos más repetidos y preciados en la epigrafía funeraria romana a la hora de referirse a los difuntos evocados en los epitafios, y algunos emperadores lo adoptaron entre sus títulos reforzando así la idea de que la pietas constituye virtud intrínseca --no sobrevenida-- a ciertos seres humanos, de ahí su grandeza. Para representarla se usaron diversas alegorías, pero ninguna tan llamativa y entrañable como la cigüeña, que vuelve cada año al mismo nido y muestra en su comportamiento una gran querencia al que metafóricamente podría ser considerado su hogar, además de a sus ancestros. Todo ello va, sin duda, en el ADN de Giancarlo Murisciano, que con su gesto ha dado al mundo una lección de humildad, nobleza y piedad filial, tan difícil de ver en nuestros días.

* Catedrático de Arqueología UCO