No deseábamos un regreso tan feroz a la vampírica realidad que nos había dejado exhaustos antes del verano, cuando saltó el escándalo enorme del clan Pujol. Sin tregua. Ya estábamos de nuevo inmersos en ese ruido mediático ensordecedor, esa espiral. Y, sin embargo, aquello era solo el principio, como hemos podido comprobar después. Conviene no dejarse arrastrar, que no nos impidan hacer algunas reflexiones imprescindibles. Porque, al margen de todo lo que fue apareciendo sobre esta trama, aún mantengo una pregunta que no he logrado apartar de mi mente: ¿Cómo es posible que el reconocido adalid del nacionalismo catalán haya podido convivir durante años defendiendo su nacionalismo redentor, acusando de robo al Gobierno central?

¿Cómo, fomentando la ética, los valores y el "hagamos país", y al mismo tiempo manteniendo una fortuna en el extranjero, montando presuntamente una red que cobraba el tanto por ciento sobre las adjudicaciones que concedía la Generalitat, o educando a los hijos en el delito consumado de confundir negocio con extorsión, soborno, tráfico de influencias, blanqueo y evasión de capitales y cobro de comisiones aprovechando el "prestigio" y el poder de su padre? No hablo de ética, sino de la capacidad de convivir con los pies en el barro de una contradicción tan flagrante. Pero la familia Pujol, además de ser nacionalista es profundamente religiosa, de las de misa y comunión diaria si se puede. Como ha explicado Rosa Regás, los padres ya dieron ejemplo de ello desde la adolescencia y cuando eran jóvenes impulsores de los equipos de matrimonios de la Virgen de Montserrat, de una estricta moral personal que iba mucho más allá del propio Evangelio.

Algo así debió transmitir una Iglesia que también va más allá de la moral evangélica. Me refiero al nulo valor que ambos conceden al delito económico. No digo que siempre desde la ilegalidad, pero sí desde la falta de ética política e histórica. Baste recordar alguno de los últimos ejemplos de una de las formas que utiliza la Iglesia católica para aumentar su inmensa fortuna: en 2006 el Obispado inscribió a su nombre la Mezquita de Córdoba en el Registro de la Propiedad, aprovechando la nueva ley hipotecaria promulgada por Aznar, lo que ha venido haciendo desde entonces con monumentos y plazas, pisos, casas, garajes o terrenos que no se hubieran inscrito antes. Una práctica tal vez no ilegal, aunque tampoco nada evangélica. O quizá no, quizá el clan tomó como ejemplo el gran número de imputados en pueblos y ciudades que lograron mayoría absoluta en la últimas elecciones. Como ha esgrimido la inefable Marta Ferrusola: ¿Acaso nuestros hijos no tienen derecho a hacer negocios?

* Profesor de Literatura