Recuerdo que cuando la Iglesia Católica no era una empresa y dominaba bastante más que ahora en este país la superstición, se hablaba en las escuelas de los sacramentos que imprimían carácter. Eran aquellos, creados en su totalidad por hombres y que, por más que te empeñaras y una vez recibidos, quedabas preso de por vida en su compromiso. Eran, si mal no recuerdo, concretamente, el bautismo, la confirmación y el orden sacerdotal. Con los tiempos y con la evidencia de que perjudica al negocio, puedes salir de tales compromisos y escapas de aquel que juraron por ti, de aquella ratificación y de la gran responsabilidad de oír y perdonar los pecados de la gente; de convertir, nada menos que en Cristo, trocitos de pan ácimo, que aunque sano, hasta sonaba escaso.

Lo de la ideología en política no es ni mucho menos tan severo y sí más racional con nuestra dignidad. Existen los llamados chaqueteros, que lo son voluntariamente y mayores de edad. Estos se acurrucan a la conveniencia y son escasos. Cuando el sentimiento es arraigado, casi vocacional, el sujeto puede equivocarse al participar con sus votos en comicios o sufragio. El olor a facha o rojo supone impedimento para obrar razonablemente. Son repulsiones congénitas desde unos sentimientos con los que quedamos agrupados, apenas tener uso de razón. Algo que se matizó con el triunfo y la derrota en la guerra lamentable que nos afectó hasta en lo religioso. Difícil veo que aquello desaparezca y ocupe su lugar la lógica.

Me viene a la memoria lo anterior cuando trato de enfocar tema tan arduo, poderoso e inconsistente como es, me parece, el de las ideologías. En unos lugares tiene más importancia que en otros y, sobre todo, cuando apenas caben distancias entre los partidos intermedios de una derecha y una izquierda, tan definidas en nuestra madre patria desde que nos acabamos matando en aquella barbaridad. Unos vencieron y oros fueron vencidos. Se adquirieron símbolos, como la bandera, el himno y hasta la cruz de Cristo, significados contradictorios para los bandos. Chocó, por ejemplo, cuando, hace nada, un socialista como Pedro Sánchez se presentó en la tele ante una bandera española.

Los extremos siguen siendo los reclamos, lo llamativo: derecha e izquierda en una distribución cómoda para las encuestas, pese a la aparición de otros partidos que siempre se colocan a un lado u otro en las mentes de los votantes y hasta a la hora de discutir. Ciudadanos, nacionalistas, Izquierda Unida, Podemos... Y así como la extrema por la izquierda se agrupa a pecho descubierto, una extrema derecha se halla agazapada dentro del PP, salvo grupos minoritarios de raros patriotas de los que hablamos cuando reparten leña por puritanismos trasnochados.

El peso de las ideologías provoca un desperdicio de empeños y de ideas. Muchos no mantenemos criterio más fuerte a la hora de decidir o juzgar y hasta consideramos traición la mirada positiva a la opinión o al gesto que proceda del bando contrario. Izquierda contra derecha, en la que, mayoritariamente, se incluye a la «Iglesia», que tampoco se sacude de su tono, acomodada en el grupo de aquellos vencedores. Huele a patria, capitalismos y religiones; cierto tufillo de egoísmo, con himno y bandera. Huele a poder de bancos y fuertes empresarios.

Ni siquiera nos paramos a valorar cuando la idea surge del otro lado o de una proximidad ideológica. Es el tufillo y alejarnos sin más. Tal vez sus gestos, con tonos de continuidad, de reminiscencias de aquella tragedia, sin reconocimientos de culpa ni ruegos de perdón, concesiones o abrazos. Gestos que aún nos empeñamos en contener, como si soltarlos supusiera una traición o la pérdida de nuestra personalidad. Nos ha faltado y nos falta el gran abrazo para empezar sin complejos, como cuando éramos niños y salíamos de casa con la venda en aquella herida que la pedrada del amigo nos había producido por la mañana. Sabemos poco unos de otros y no llegamos a ser felices.

* Profesor