Los conocemos más. Nos han desilusionado porque durante cuatro meses les hemos seguido cada gesto, cada declaración vacía de contenido y ansiosa de poder, puro cálculo, creyendo que el acuerdo era posible. Y ahora no estamos frente a una segunda vuelta de las elecciones generales de diciembre pasado, no nos engañemos. A una segunda vuelta solo asisten los dos partidos vencedores. Estamos ante una nueva convocatoria de elecciones a la que acudirán todos, los que obtuvieron las mejores posiciones, aunque insuficientes, y los que ni siquiera obtuvieron escaño alguno.

La poderina les empuja. Volverán a repetirnos que son ellos los que sabrán gobernarnos. Ellos, los que no han sido capaces de sentarse y obrar con la generosidad que la vocación de servicio público exige. Los de la vieja política y los que querían aparecer como renovadores. ¿Renovadores de qué, si algunos hay que entre besos se han repartido cargos de un gobierno inexistente frente a un rey pasmado?

Me pregunto cómo saldrán al ruedo para lograr la confianza de los electores. Cómo intentarán que olvidemos el triste espectáculo que nos han ofrecido en el primer acto. ¿El segundo puede ser mejor? Debería serlo, porque, hoy por hoy, lo malo de la política solo puede solucionarse con política de la buena.

Parece ser que la mayoría tenderemos a votar lo mismo que hemos votado y que, por lo tanto, el resultado final solo podrá verse cambiado por la abstención de los que se han hartado de tanta escena palaciega a lo largo de estos últimos meses. Veremos; pero la sola idea de que para salir del atolladero sea necesario que algunos se hayan hartado de estar en él, me produce una cierta perplejidad.

Iré a votar sabiendo que no será ninguna fiesta de la democracia volver a las urnas. Más bien, lo viviré como apuntarse a aquellos afterhours a los que cualquier hijo de vecino llegaba como podía. Me empuja el sentido del deber de los que estamos en edad de trabajar. Me lleva también la lucha que nuestros padres libraron para salir de 40 años de silencio.

Así que solo un ruego haría a esos que vamos a volver a escuchar las próximas semanas en mítines y debates. Dejen ya de calcular gestos y palabras. Han suspendido en cálculo. Aparezcan más humanos. Séanlo. Admitan sus errores, busquen espacios comunes, reconozcan limitaciones y prometan lo que sí que pueden hacer: obrar con honestidad, trabajar sin descanso, creer una y otra vez que lo mejor está aún por descubrir, para todos, les hayan votado o no.

Hay quien me dice que este posicionamiento peca de naíf. Quizá lleven razón, pero demostrado está que el único motor para construir un futuro mejor es el de la fuerza de la ilusión. En positivo.

* Periodista