Será por el espíritu deportivo que nos invade entre el fútbol y la Vuelta Ciclista pero a uno de mis amigos, al que metí en esto del Camino de Santiago, le ha sabido a poco el show de unos cinco kilómetros de la canciller alemana, Angela Merkel, junto a Mariano Rajoy. Claro. Es que a este hombre, como se hace con cualquier hijo de vecino, se le pidió que andase como mínimo cien kilómetros (200 en bici) para darle la compostela, todo ello durante días de esfuerzo.

--¿Tú qué opinas de ésto?

Me dijo como el que no pregunta nada y lo pregunta todo.

--Pues, que el Camino es así de grande. También cabe la política.

A fin de cuentas, el Camino Mozárabe fue diseñado por el grupo de presión política que eran los miles de cristianos que vivían en Córdoba. Después, el Camino Francés sería el mejor mecanismo de expansión de la política, la cultura y los monasterios del imperialismo franco. ¡Si hasta en el Códice Calixtino hay un peregrinaje que nunca hizo Carlo Magno! Luego Santiago pasaría a ser por política "matamoros" (curiosamente, hoy un término políticamente incorrecto) y se exaltó como símbolo de una mítica unión de España. El pasado siglo, sin ir más lejos, una siempre tambaleante Comunidad Europea lo tomó como emblema de su unión, más publicitada que real, y hasta Fraga lo usó como reclamo europeísta e internacional, a principios de los año 90, cuando el PSOE gobernaba en el resto de España. Ya ven: el Camino de Santiago, como la vida misma, es también política. Además, ¿quién soy yo o nadie decir quién es peregrino?

Eso sí, otra cosa es el viaje interior. Recuerdo hace ya 22 años cuando entrevisté al entonces alcalde de Santiago, Xosé Estévez, sobre el Camino Mozárabe. Apagada la grabadora, Estévez me habló de esa medio sonrisa esbozada, propia de las tallas románicas, que tiene el busto de Santiago Apóstol. Un gesto en el que el regidor advertía a la vez amabilidad, cariño, ironía y hasta cierta socarronería del viejo muy viejo que ya lo ha visto todo y que, a través de los siglos, sabe valorar en su justa medida el esfuerzo del mendigo que llega a Santiago, del condenado con grilletes por fuera o en el alma o el del conde que viajó con sus caballeros y todas las comodidades.

Y a mi me parece que hay que darle la razón a Estévez: la casi sonrisa de Santiago, sabia y vieja como el mismo saber del pueblo, es la que realmente pone nota al peregrino. Reconoce con amabilidad el viaje interior que ha realizado el caminante anónimo, se transforma en gesto irónico con las ínfulas del señorito atlético y se convierte en labios socarrones cuando llega el carlomagno de turno con su corte.

Porque a cada uno le juzga su propio camino.