El lenguaje económico es un modelo de ambigüedad calculada entre una expectativa hecha a toro pasado y una profecía a medio concluir. Esto no es un problema porque los números son aún más interpretables que las palabras, pero lo cierto es que no acaba de clarear las fronteras entre lo que ocurre, lo que se advierte que puede ocurrir y lo que finalmente acaba ocurriendo.

Dos ejemplos simples que, en realidad, son realmente complejos pero, como suele suceder, terminan pareciendo todo lo contrario.

Desde el último trimestre de 2015, los centros de análisis económico han ido advirtiendo de los efectos que el factor de riesgo político tendría en la economía española. No hablaban a humo de pajas. Detallaban con precisión incontestable los frenos que las incertidumbres de gobierno y electorales tendrían sobre nuestro crecimiento potencial. Como, y hay que decirlo, preveían un buen 2016, continuación de la salida en 2014. Siempre en términos macro.

Se calcula que los ingresos tributarios españoles estarán rondando los 190.000 millones de euros en 2016 (unas cuentas a la altura de los mejores años precrisis), año en el que se ha registrado un crecimiento del 3,2 por ciento --ya adelantado por el INE a la espera de contabilidad nacional- y que se mantiene a todo ritmo en estos casi ya dos primeros meses de 2017 según avanza el calendario de indicadores.

Con sinceridad: esa cifra de ingresos tributarios no revela un problema de actividad --en todo caso de composición de la recaudación de la tarta tributaria y después de su gestión-- sino más bien de cómo se gasta el dinero y qué resultados llegan a la sociedad tras emplear ese dinero. Porque la pregunta es evidente: con esos ingresos fiscales y un crecimiento del 3,2, ¿Cómo hubiera acabado el año sin el desorden electoral?

Algo similar, por no decir lo mismo, ocurre en Europa y en Estados Unidos. Las previsiones presentadas por la Comisión Europea y los datos de Eurostat profundizan en esa lectura titulada «navegar en aguas turbulentas», donde las economías avanzan y mejoran ligeramente a pesar de que «los vientos de cola» --precios de los carburantes y los tipos de interés-- están «amainando».

De Estados Unidos las noticias que llegan aún son más curiosas: la economía se ha animado en el segundo semestre y el consenso generalizado es que registrará un buen año con un crecimiento que rozaría el dos por ciento. Por supuesto, siempre que el plan de expansión fiscal (la bajada de impuestos) y el gasto público que supondría el «superplan» de infraestructuras, no dañase la inercia de mejora.

Sí, nadie duda de que la política, la mala política en realidad, afecta de manera decisiva a la capacidad de crecimiento de un país, un continente o más de la mitad del mundo. Lo curioso de todo esto es que la «incertidumbre» ha adquirido categoría de mantra para apuntalar cualquier análisis y que las expectativas, las estadísticas y la realidad parecen estar totalmente disociadas a cada paso de la historia, en este caso, de esta última historia de estos últimos meses y del año en curso.

Y hay que volver a preguntarse: ¿y si desaparecieran estos factores de «incertidumbre» política? ¿Y si los «vientos de cola» siguieran ahí? ¿Dónde estaríamos entonces?

Las respuestas son absolutamente complejas. Ya lo decía antes, lo aparentemente simple no se suele explicar de la misma manera y viceversa sobre todo en economía. En política, se da por descontado.

Y ahí llegamos a las realidades. A cómo a un crecimiento vigoroso le cuesta tanto entrar en la vida cotidiana de un país. O, mejor, a como un crecimiento vigoroso no acaba de corresponderle la alegría debida en ciertas zonas de ese país. Quizá, ese sea el auténtico riesgo político...

* Periodista