Qué vamos a contar a estas alturas de las relaciones hispano-francesas. Hay un vocablo que ejemplifica como ninguno esa mixtura de hiel y miel: el afrancesado, el español deslumbrado por la fuerza atractiva de la Ilustración, muy superior a los desmanes de las hordas napoleónicas. Afortunadamente, esas ínsulas nacionales se canalizan hoy por la catarsis deportiva, y las relaciones entre estos dos viejos Estados son incluso afectivas. Pero hasta en los momentos de mayor conflictividad hubo lugar para la sorna.

Así, no puede sino aceptarse el fino estilete de Francisco I, que al verse ninguneado y sin la bendición papal en el Tratado de Tordesillas, apeló al testamento de Adán para requerir aquella cláusula que excluía a Francia en el reparto del Nuevo Mundo. La Iglesia lo tiene un poquito más fácil ahora, pues no se trata de cuadrar los fósiles de Mary Anning con los siete días de la Creación del Mundo. Basta con remontarse al 1236, concretamente al día de San Pedro y San Pablo para reclamar la herencia de un lugar telúrico. La Historia, o el César, es el canje de cromos de estas tensionadas fundamentaciones, pero aquí la Silla de Pedro se movería ante argumentos contrapuestos: la Mezquita de Córdoba vendría ser el reverso de Santa Sofía en una especie de armisticio entre las Grandes Religiones, salvo que Atatürk secularizó la joya turca hasta que Erdogan se tiente a invocar el vértigo de las Cruzadas recuperándola como lugar de culto.

Desde el 1236 han llovido casi ochocientos años y, ucronías aparte, y poniendo en solfa la arrogancia catedralicia amonestada por Carlos V, sería probable que la falta de continuidad del magisterio eclesial sobre nuestro templo más insigne habría podido llevar a una mayor almoneda de capiteles con trepanación de avispero, como así ocurrió con Medina Azahara. La inmatriculación fue una cuquería de última hora, jaleada en los días de nuestro Gran Gatsby con sotana. Es potestad, incluso obligación del Gobierno el zarandeo de las iniciativas, pero también la cabal ponderación de sus consecuencias. Y aquí, la manzana de la discordia se grafía de anticlericalismo.

Como estrategia de eficiencia de los talentos (ochenta y cuatro concretamente), se puede ser comprensible con el propósito de aventar los viejos mitos de la izquierda. Pero son tácticas apulgaradas si se intenta derivar a un capcioso maniqueísmo de ética frente a superstición. Además, la gran paradoja de esta embestida de levantisca laicidad es que se produce durante un Pontificado dispuesto a desprenderle a la bimilenaria institución de cierta atrofia en la liturgia que en los intereses locales puede conducir a la pacatería. Se ha hecho un uso parroquiano de la Mezquita, proclamando de manera imprudente desde los púlpitos su titularidad. Las cortinas de humo se tornan más eficaces cuando se hisopa el incienso, por lo que estas vindicaciones no pueden ser metonímica ni obcecarse en una miopía electoral.

La Iglesia ha tenido y tiene sus mártires; desamortizaciones como la de Mendizábal, pero también un enriquecimiento patrimonial amasado a mayor gloria de Dios. Posiblemente habrá que retomar el Concordato con la Santa Sede, casi tan antiguo como el Decreto regulador del derecho de huelga, sin expoliar el sentimiento religioso de buena parte de la ciudadanía. Pronto se cumplirán 90 años del impensable Tratado de Letrán, el finiquito de los Papas guerreros que ayudó más si cabe a la universalidad de la Iglesia --la prueba, un Papa austral--. Harán falta pequeños Letranes encapsulados, que permitan armonizar las bizcochadas obispales con una participación más ecuménica de este Tesoro común.

* Abogado