Parece que fue ayer, pero ha pasado un lustro desde aquella mañana de fiesta, en pleno superpuente de la Constitución y la Inmaculada, como este, en que la sede municipal de Rey Heredia 22 se convirtió en una especie de paraíso en la tierra. Allí, políticos de todos los colores, representantes institucionales y gente corriente --todos lo eran en realidad aquel día, igualados por la alegría colectiva-- se sacudieron el frío dando saltos y gritando como adolescentes alborozados ante el notición: la Unesco había declarado los patios cordobeses Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Seis meses antes, exactamente el 28 de junio del 2011 según las crónicas de la gran decepción, la ciudad se tuvo que sorber con la mayor dignidad que pudo las lágrimas de impotencia al ver cómo San Sebastián, por pura conveniencia gubernamental, le arrebataba su sueño --el primero realmente compartido por todos en muchísimos años--, el deseo de convertirse en capital de la cultura europea del 2016. Así que cuando el organismo internacional emitió un fallo unánime y entusiasta reconociendo la singularidad de nuestros patios Córdoba entera brindó por ello, por una vez sin peros ni controversias.

Cierto que en noviembre del año 2010 habíamos saboreado un anticipo de felicidad común por otro regalo --ojo, más que merecido-- de la Unesco, que por aquella fecha elevó el flamenco, un arte tan nuestro, tan humilde y tan grande, a esa categoría de bien intangible del mundo, la misma de la que gozaban desde tiempo atrás la Mezquita-Catedral y el casco histórico. Y ni que decir tiene que Córdoba entera y Andalucía esperan ahora con los brazos abiertos y una sola voz idéntico reconocimiento para Medina Azahara, a punto de conseguirlo si no se cruza otra vez alguna mano negra, Dios no lo quiera. Pero aquel día de diciembre del 2012 tuvo el encanto especial de los estrenos felices, de las dichas iniciáticas; fue como un primer beso.

Entonces estalló la locura. Los patios quedaron destacados en el mapa planetario y llegó la globalización. Y con ella multitudes visitando por mayo esos recintos de macetas y cal que en esencia son, o eran, calma y silencio solo roto por el chorro de agua de la fuentecilla o el trino del canario. Los dueños de las casas abiertas para el concurso y el festival, temiendo morir de éxito, dieron la voz de alarma: las larguísimas colas a la entrada a los patios ponían en riesgo el principio de «vida colectiva sostenible» y «respeto a la naturaleza» en que la Unesco había basado su declaración; o dicho más claro, no estaban dispuestos a que hordas de visitantes se cargaran con el roce las plantas que tanto cuesta ver frondosas. Poco a poco, a base de un sistema de controladores de la entrada, cuyo horario va a ampliarse; de la reconducción de los visitantes hacia zonas con casas-patio más allá de las cercanas a la Judería y de los prodigios virtuales se ha ganado en descongestión. Pero las asociaciones de patios piden para estos más ayuda económica que les compense del esfuerzo y estimule el relevo generacional. Sobre todo la de hoteles, restaurantes y comercios, que tanto se benefician, sin poner un céntimo, del turismo que los patios arrastran. Y es que no basta con el apoyo municipal. El sector privado debería rascarse el bolsillo. De lo contrario, podría peligrar una tradición que es pura esencia de Córdoba. Y sería como matar la gallina de los huevos de oro. Feliz cumpleaños.