Victoria Betrán, la esposa de Alfons Quintà, ya se había ido de casa, pero volvió. Igual que Juana, la mujer asesinada en León hace apenas unos días. Ambas se habían ido, pero volvieron por compasión: sus asesinos habían enfermado, y querían cuidar de ellos. Carmen Martín Gaite, en El cuento de nunca acabar, dedica un pequeño capítulo a La amante y la confidente. La primera, la mujer por quien se lucha. La segunda, en un segundo plano, es la enfermera que aplicará el bálsamo.

Aunque la segunda parece que queda al margen, vive la historia amorosa con más intensidad que la amada, porque es confidente, es quien escucha el relato del luchador. Las dos asesinadas —sí, no hablaré de muertas porque en la violencia los matices cuentan— fueron amante y confidente, amada y enfermera.

Del mismo modo dicen que las violadas no deberían vestir de tal o cual modo, o ir solas por la calle a tal o cual hora, o viajar a ciertos países con tal o cual compañía, estas mujeres serán juzgadas por su torpeza. ¿Para qué volvieron? Sí, a menudo la sociedad tiende a criminalizar a la víctima. ¿Por qué no denunció? ¿Por qué no se fue antes? ¿Por qué se fue y después volvió? Además de juzgarlas, nos empeñamos en ser ambiguos con su desgracia: son muertas y no asesinadas, son culpables y no víctimas, son sospechosas, ingenuas, inconscientes, imprudentes.

No, no nos equivoquemos. Victoria y Juana volvieron a cuidar de sus maridos, de quienes ya se habían separado. No pueden ser culpables ni deberían saber qué ocurriría, porque la compasión no puede ser un defecto, no podemos apuntarlas con el dedo por haber sentido lástima de aquellos hombres.

La pena nos humaniza, no nos puede volver frívolos al criticarlas. Debemos ser cuidadosos con las palabras, y que los hombres no se ofendan tanto cuando se habla de violencia machista. A mí, cuando matan a una mujer, no me importa hablar en plural, aunque me haya salvado. Y a las futuras Victoria y Juana, mujeres compasivas que quizá mueran en manos de bárbaros: ni un paso atrás.

* Escritora