Hace unos días acudí a Valencia y me senté en una terraza donde todos comían. Por el suelo incesantes palomas daban por saco. A mí me gustan mucho los animales porque los encuentro misteriosos; anhelan ser personas y por eso sus miradas son tristes. Aparte, no los soporto cuando estoy comiendo. Y menos sin son callejeros porque son fuente de enfermedades. Y encima aquellas palomas eran más pesadas que el copetín. Pero mostrando un sentido cívico admirable los comensales no hacían ni un solo gesto despectivo a las ratas aladas como si su presencia formara parte de la idiosincrasia del lugar. Hasta ahí todo perfecto. Lo curioso vino después, cuando una pobre mujer que ya por el hecho de ser una mujer y por tanto ser capaz de portar una vida humana se merecía como mínimo más respeto que las palomitas, pasó por la terraza y se ofrecía para leer el futuro con una educación admirable equiparable a su triste y misteriosa mirada que se merecía ser la de una diosa. Pero no podía ni siquiera comenzar porque la reacción de los clientes era asquerosa. El mal ángel de los descendientes de los godos evidentísimo. ¡Dios, cómo la humillaban mientras algunas palomas aprovechaban para saltar a las mesas! No pude resistir y le pegué una voz a la señora para que se acercara a condición de que no me leyera el futuro. La mujer era menos pesada que las palomas, pero tenía más hambre. Sí, algunos animales pareciera que anhelan ser seres humanos. Creo que lo contrario también ocurre. Como esta mujer era mágica le dije: échales una maldición a todos estos gachones y si tanto les gustan las palomas conviértelos en palomos.

* Abogado