Las milicias del Estado Islámico se han apoderado de Palmira, los imponentes restos arqueológicos del imperio de la reina Zenobia. Ante tantas imágenes de destrucción y dolor, de ejecuciones atroces, de rostros de niños hambrientos, heridos o muertos, la posible destrucción de unas ruinas produce una extraña contradicción. Son solo piedras, piensas, mientras una sombra, parecida a la tristeza, cubre la información que relata el avance del califato.

Son solo piedras, sí. Cinceladas por un antiguo imperio orgulloso que se midió cara a cara con el todopoderoso romano. Cuya reina dirigía los ejércitos y extendió su influencia por Siria, Líbano y Egipto. Piedras que relatan el sueño de levantar una ciudad hermosa. Templos, teatros, jardines, mansiones y una amplia avenida jalonada por una extensa e impresionante columnata bajo la que miles de personas pasearon sus ambiciones y sus derrotas. La belleza de las ruinas de Palmira es absoluta. Como una sonata de Beethoven o un lienzo de Goya. El vestigio de lo que fuimos y de lo que somos. De la gloria y la caída. Del pensamiento y la conquista. Ahora llega un puñado de hombres, endiosados todos por el poder de la violencia, ebrios de soberbia y aupados en la ignorancia del fanatismo que buscarán otro momento de gloria. El mundo perderá parte de su memoria. Y ellos, al arrasar una huella de la humanidad, se alejarán un paso más de ella.

* Escritora y periodista