Los judíos solían durante siglos despedirse unos a otros con la voluntad inquebrantable de: «Mañana en Jerusalén». En 1947 proclamaron el Estado de Israel en Palestina, se dividieron Jerusalén con los musulmanes y situaron su capital en Tel Aviv. Jerusalén quedó dividida. Provisionalmente. En 1967, en un acto de guerra ocuparon Cisjordania, los Altos del Golán y Jerusalén-Este, en poder de los palestinos, y ningún acuerdo ha logrado restablecer las fronteras de 1947 ni la paz en Palestina. Uno de los puntos del conflicto es, precisamente, Jerusalén.

¿Qué le ha llevado a Donald Trump a reconocer unilateralmente a Jerusalén como capital política del Estado de Israel y encender Palestina y, por extensión, el mundo árabe? Sin duda, el poder del lobby judío es grande y en sintonía con los intereses de EEUU en la defensa del Estado de Israel. Ya en 1980 una ley declaró a Jerusalén como «capital indivisible» de Israel, lo que era una anexión de hecho, pero ningún presidente de EEUU se había atrevido a apoyar la declaración oficialmente. Pero ahora, según el NY Times, la perseverancia y presión de los cristianos evangelistas, un sector de los judíos americanos y otros grupos políticos de la derecha, unidos para demandar que EEUU apoye abiertamente a Israel en el conflicto, ha logrado que Trump tome partido.

¿Qué pasará, pues? Para mí, que nada. Yo tengo la sospecha de que se consumarán los hechos y los mismos gobiernos y opiniones que hoy se escandalizan en Occidente, y los que se manifiestan en protestan o tiran piedras en Oriente, retirarán las palabras y ocultarán las piedras, se contarán los heridos y los muertos, y santas pascuas. En el himno de Israel se canta que mientras que las ideas se concentren en Sión no estará perdida la esperanza de volver a la Tierra Prometida. Y las ideas, ¡ah!, las ideas son eternas y tienen que dominar todo el espacio, impregnar el aire, santificar los muros, bendecir los animales en el sacrificio, recolectar vides y olivos, hornear el pan ácimo y recuperar Sión. He aquí el corazón de Israel, la esperanza consumada. Jerusalén no puede ser una parte musulmana en el Este. Jerusalén tiene que ser Sión, la ciudad santa que fundó el rey David.

Yo estoy tentado a protestar, pero Lola Bañón nos advierte en su libro Palestinos que, al hablar del conflicto israelí-palestino, se le puede tachar a uno de haber traspasado esa línea que desde el Holocausto ha paralizado pensamientos y plumas. Como si se tratara del mundo que describe Kafka en El proceso, esa línea, que determina la amenaza y la condena, surge de poderes invisibles cuyo sentido nunca se llega a conocer y ante los que el individuo es impotente. Sultana Wahnón ha estudiado amplia y brillantemente este proceso en el caso del judío Josef K. Solo que la historia ha dado la vuelta y es ahora al gentil a quien va dirigida la advertencia de Bañón.

No pensar después Auschwitz en la línea de Targuiff y «el nuevo antisemitismo», tratar de opinar desde la conciencia libre y crítica, censurar las acciones políticas (y militares) del Gobierno israelí es ganarse la condena de izquierdista. La izquierda es el enemigo, lo que viene a demostrar el espacio ideológico donde se sitúa el sionismo. De poco vale el razonamiento de Elizabeth Roudinesco en A vueltas con la cuestión judía de que «si todo antisionismo se identifica con un antisemitismo, entonces se corre el riesgo de confundir al que se opone a una política con el que odia a los judíos». De poco o nada. El mañana es hoy.

* Comentarista político