Mariano Rajoy cumplió en el Congreso con el penúltimo trámite antes de ser investido presidente del Gobierno. Con una intervención átona, muy similar a su anterior discurso de investidura de finales de agosto, el líder del PP evitó a conciencia detallar un programa de Gobierno y prefirió centrarse en un mensaje de talante conciliador («Asumo la necesidad de diálogo. No es un peaje, sino una oportunidad para consolidar reformas») con el que tendió la mano a la oposición a cambio, eso sí, de estabilidad parlamentaria. A pesar de que el líder conservador asumió su debilidad en el Congreso, el trasfondo de sus palabras no desveló cómo pretende Rajoy transitar la senda entre las palabras y las acciones. Así, el futuro presidente del Gobierno ofreció a la oposición pactos sobre educación, financiación territorial y pensiones, pero dejó claro que no piensa tocar las principales políticas de su primera legislatura, sobre todo las del ámbito económico. En el terreno educativo, su oferta de un pacto de Estado no incluyó ninguna referencia a la controvertida ley Wert. Rajoy apenas citó a Ciudadanos, su socio de investidura, y de forma más o menos velada recordó a los socialistas la espada de Damocles que penderá sobre sus cabezas: que unas nuevas elecciones beneficiarían a los conservadores y hundirían aún más al PSOE. Y bajo la divisa de la «responsabilidad» presionó aún más, pues les recordó que de nada valdrá su abstención si luego no aseguran la estabilidad del Gobierno. Un mensaje que agudiza las contradicciones del PSOE, cuya gestora no logra embridar la crisis interna. Solo con las armas de la paciencia y la impasibilidad, Rajoy ha salido triunfador de este largo pulso político, pero gobernar en minoría le reclamará una actitud más proactiva y corajuda. Aunque sus palabras suenan mejor, por sus hechos lo conoceréis. H