Llevo días acosado por esta palabra. Una palabra que es más que una palabra, un clavo, un taladro, un ladrido y un mordisco feroz en el oído. Me persigue en todos los niveles: desde el más lejano de las relaciones internacionales hasta el más cercano y profundo de la relación de amistad más personal que uno pueda imaginarse.

Yo me crié con ella. Es una palabra que antes tenía un valor. Un valor práctica-mente de contrato de sangre. Y no estoy hablando de la noche de los tiempos. Me refiero a un antes cercano, dentro de mi vida, o de lo que yo recuerdo de mi vida. Pero si la sangre se pierde, cómo no se va a perder el valor de una simple palabra, un puñado de garabatos y fonemas.

Me han decepcionado. En todos los niveles. Desde el Reino Unido hasta mi colega del alma. Pero la culpa es mía. Por haber esperado y confiado más de lo que las cir-cunstancias objetivas me permitían. Lo sé: me entregué. Caí víctima de mi empatía y mis neuronas espejo. No quise entender que no todo lo que reluce es oro. Y ahora se me han abierto los ojos. (Perdón: se me han cerrado los ojos). Ahora que me he llevado el chasco más grande de mi vida, tal que no sé si podré levantar cabeza, si volveré a creer o siquiera confiar en el valor de la palabra dada.

No veo futuro. Nada positivo. No sé a dónde vamos por este camino. Algunos se creen que van a salvarse porque han decidido inventarse que tienen un plan para triunfar. Y que lo van a hacer solos porque no necesitan a nadie. Ellos, sí. Están seguros. No solo de que van a sobrevivir, sino de que van a reconstruir un imperio. El mundo se está volviendo demasiado british.

Lealtad. Esa es la palabra. Quienes ahora rompen con nosotros, y conmigo, llámense británicos, o catalanes, o PP, hace tiempo que dejaron de creer en ella. Inclu-so dudo de que alguna vez fueran socios leales. Qué ridículo me siento por haberme creído que éramos como uña y carne con los británicos y demás. Durante tantos años. Qué decepción y qué pena.

Jamás le he dado tantas vueltas a una palabra. De hecho, es que para mí las pala-bras arrojadas en mi contra no han significado nunca gran cosa. Nunca me han dolido. Siempre he esperado hasta recibir el tortazo. Como ahora mismo. Quizás esta palabra me duela porque me la han escrito después de varios tortazos, y ahora está funcionando en mí como un reflejo condicionado a lo Pavlov. Es leer o escuchar la palabra lealtad y se me pone la mejilla encendida, y luego me da una punzada aquí en el centro del pecho, justo por debajo del esternón. Por si fuera poco, ayer recibí una carta en la que se me calificaba de desleal. A mí. Yo. Desleal. La carta venía obviamente de alguien que ni sabe ni jamás ha practicado eso de la lealtad.

He intentado buscar una segunda o tercera acepción del adjetivo desleal, confia-do en que no quieran decir lo que yo he interpretado. He rebuscado en la evolución histórica del significado de la palabra lealtad. He reconstruido su etimología hasta el latín. Y es lo que es: ser leal es sentir fidelidad y devoción hacia una persona o una idea con la que uno ha creado un vínculo que tiene categoría de ley. La lealtad es un principio moral. Ser leal es actuar según la ley. Calificar a alguien como desleal es decir que no tiene principios morales y hace y deshace la ley a su antojo y en su propio beneficio.

Ironías o sincronías del destino, he acabado este paseo sonámbulo, que me ha pillado en Madrid, precisamente en la puerta del edificio de la Bolsa, sentado en este banco de la plaza que se extiende a sus pies. El mundo se parece cada vez más a esto: un corrillo donde todo tiene un valor y un precio provisional, donde las simpatías, las amistades y los contratos se hacen y deshacen con el solo objetivo de maximizar el beneficio de uno. Así funciona la vida en la Plaza de la Lealtad.

* Profesor de la UCO