Siempre he pensado que la prensa desempeña un papel fundamental como intermediaria entre quienes hacemos arqueología y la sociedad, a la que en último término nos debemos todos. Convencido de ello, he procurado sin excepción, a pesar de las malas experiencias, mantener con los medios de comunicación una relación amable y fluida. Defiendo un modelo de arqueología integral, que valore por igual investigación, gestión, tutela, conservación y difusión, y en él la prensa desempeña el rol irremplazable de cerrar el círculo; siempre, por supuesto, que haga bien su trabajo, dejando de lado sensacionalismos, tergiversaciones o manipulaciones de la verdad en beneficio de titulares provocadores o escandalosos, que acaban por desvirtuar la información. Desgraciadamente, sé de lo que hablo. En cualquier caso, no siempre es así. Córdoba está llena de buenos profesionales, que han puesto su vida al servicio de la búsqueda y la transmisión de la verdad, por más que vivamos tiempos poco dados a la transparencia, la integridad o la ética; y quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Uno de ellos me preguntaba hace algún tiempo en una entrevista radiofónica si no me cansa hacer siempre de Pepito Grillo. Le respondí que soy humano, y que es bien sabido cómo acaba uno cuando, como Don Quijote, decide luchar contra molinos de viento, pero lo asumo como parte de mi trabajo, de mi compromiso con esta ciudad, que me lo ha dado todo, por lo que seguiré en la brecha mientras tenga fuerzas, y medios tan poderosos como este periódico me concedan voz pública. Obviamente, me gusta resaltar lo positivo (resulta, sin paliativos, más rentable), y así lo hago cada vez que puedo. Sin embargo, en cuestiones patrimoniales Córdoba dista mucho de ser modelo de nada, y de ahí el tono pesimista y dolorido que algunos detectan en mis artículos. Lisonjeros los hay a docenas; aduladores, pelotas y paniaguados, también. Son voces cautivas (entre ellas, con frecuencia, salidas de la propia prensa), que nutren y sostienen el sistema sin el menor pudor, favoreciendo que reine esa mediocritas de la que ya hablaron los antiguos y que en nuestros días tiene tan poco de aurea. De ahí la necesidad de voces independientes, que, desde el pensamiento crítico y el respeto, expongan sus opiniones en el ágora para que la sociedad las discuta y decida si las hace o no suyas. Ni todo está siempre bien, ni tampoco mal, pero si todos tuviéramos el coraje de salir a la palestra y someternos al juicio ajeno con afán constructivo, otro gallo nos cantaría. España, y más aún Córdoba, son mentidero de tabernas y de internet, cuyos foros admiten bajo pseudónimo barbaridades sin cuento. Ahí nos sentimos valientes y no reparamos en decir lo que pensamos, por más que a la hora de la verdad quien más y quien menos se proteja el flanco colocándose de perfil detrás del que da la cara. Puros egoísmo, miseria moral y vileza, que contribuyen muy poco a la construcción de lo colectivo. El silencio y el anonimato son siempre patrimonio de los cobardes.

No estoy tratando de justificarme. Nada más lejos de mi ánimo. Simplemente expongo una reflexión personal, la relación de motivos que me animan a seguir nutriendo esta tribuna y ejercer de abanderado de un ejército inexistente; porque mis enseñas son la libertad de pensamiento y la independencia de criterio; justo los pecados que se pagan a precio más alto en el mercado estos años de entreguismos, medianías y silencios pactados. Lo decía también en la entrevista a la que antes aludía: nunca he querido hablar de lo cara que me cuesta mi exposición pública, de los peajes tremendos que abono a diario y que repercuten también en mi entorno inmediato. Quizás por eso acumulo tal colección de Judas, que, después de llevarse lo mejor que pude darles, abominan de mí como si fuera un apestado. Con el tiempo se aprende a tomarlo como una servidumbre más del trabajo, pero es sin duda la más acerba. De ahí los ojos de pena, en afortunada expresión infantil. La mezquindad y la injuria existen desde que el mundo es mundo, y la historia está plagada de ejemplos. «No quiero la virtud si no es pura poesía, y la poesía de la virtud parece prosa al que no es virtuoso», dice el gran Clarín en La Regenta; pero ¿cómo escapar «de la ciudad de los miedos, de los silencios de las hipocresías, de la intransigencia, de los descarados desdenes y las solapadas infidelidades, de las traiciones, de las puñaladas envueltas en puñales de seda...»? (El bereber; M. Jurado López). Hay días en los que parece no existir más salida que arrojar la toalla. Discúlpenme; debe ser que ha terminado la feria, o que viene la caló...

* Catedrático de Arqueología de la UCO