La mirada del padre. La mirada del padre al sostener los dos cuerpos dormidos de sus hijos, los dos cuerpos menudos de dos niños mellizos de apenas nueve meses. Sus caras. Sus caras dormidas. Sus caras con los párpados caídos, las mejillas aún tibias y los labios cerrados. La mirada del padre y las manos del padre al sostenerlos, los brazos rodeándolos, retenidos aún su calor último en la lumbre del pecho. El padre, un hombre joven. Los va a enterrar él mismo. Los va a llevar él mismo, los sostiene en silencio; pero alguien que se acerca, que intenta sostenerlo, porque su espalda está a punto de quebrarse y de caer, de romperse en la arena, escucha, y es un susurro, un balbuceo: «Aya y Ahmed, almas mías. Aya y Ahmed, almas mías. Aya y Ahmed, almas mías». Después, continúa: «Yaser y Ahmed, hermanos míos que me apoyaban. Amura y Hamudi, Shaimá. Tantos. Tantos». Lo han llevado en un coche. Se ha mantenido recto en el asiento del copiloto, mirando hacia delante, a través de un cristal empañado de polvo amarillento y sucio, y apenas se ha movido en la postura que son esos dos cuerpos pegados a su pecho, incrustados en él, cubiertos por dos mantos de lino blanco que los amortajan. Que amortajan a sus dos hijos mellizos de nueve meses, que son dos de los veinte miembros de su familia que acaba de perder, incluida su esposa y sus hermanos; que son veinte, también, de los 86 víctimas contabilizadas por el ataque químico de Jan Seijun, en Siria. Abdulhamid al Yousef los va a enterrar con sus propias manos, va a depositar esos dos cuerpos dentro de la tierra, los va a cubrir de tierra, sus manos serán las últimas que toquen sus dos cuerpos pequeños. Antes ha enterrado a su mujer, y antes a sus hermanos, cubiertos por la misma tierra roja. «Aya y Ahmed. Almas mías».

Yousef, cuando escuchó las explosiones al otro lado de la ciudad, donde vivían algunos de sus familiares, se dirigió allí para ayudar a los heridos. No sabía, entonces, que se trataba de un ataque con armas químicas, y dejó a su mujer y a sus dos hijos en el refugio del sótano. Pero cuando consiguió regresar, el gas nervioso había bajado hasta el propio vientre de la casa, había entrado en el refugio, y se encontró los cuerpos de los tres. Llegaba del infierno y llegaba al infierno. Llegaba del día del juicio final, y llegaba a su propio juicio final, a su terminación, con un olor potente ya extendido por todo Jan Seijun, con los heridos agonizando entre convulsiones y violentos temblores, con los miembros a punto de descoyuntarse, echando espuma por la boca, mientras los labios se les iban inflamando progresivamente hasta volverse morados, antes de dejarlos inconscientes. No puedo imaginar el camino de vuelta de Yousef a su casa, entre decenas de cuerpos de niños agonizantes, con las bocas hinchadas, pidiendo, suplicando por sus hijos, implorando que al abrir la puerta del sótano todavía estuvieran vivos.

Los heridos que sobrevivieron fueron conducidos a la clínica más cercana, con pocos medios, pero edificada al otro lado de un monte rocoso, para protegerla de posibles ataques aéreos. Los cadáveres se iban amontonando, mientras los enfermeros suministraban agua y atropina a los heridos, antes de que se ahogaran. Sin embargo, un segundo ataque, esta vez con ocho o diez misiles, según los testigos, sacudió el edificio, entre otros muchos, y reventaron el respirador que mantenía con vida, aún, a algunas de las víctimas, ya definitivamente ejecutadas entre los escombros, con las camas volteadas y el polvo del desierto esparciéndose allí, como un cristal finísimo y asfixiante de barro.

Esto es lo que sucede en el mundo. El mundo es la mirada de ese padre. El mundo son sus manos y sus brazos. El mundo son sus dos hijos pequeños, cubiertos lentamente por la tierra que él mismo va vertiendo sobre ellos. El mundo son sus rostros, sus párpados caídos, sus pómulos aún tibios, el mundo son sus labios cerrados dulcemente, como si durmieran, mientras el padre vela un sueño que no acabará nunca.

El mundo es Abdulhamid al Yousef. El mundo es Jan Seijun, o Khan Sheikhun. El mundo es este pueblo de habitantes fantasmas, de cuerpos que hace tres días comenzaron a desmoronarse a las 6:25 de la mañana, cuando cayó la primera bomba química. Esto es la vida. Esto es la actualidad, porque ha anulado el resto. No tengo la solución. No puedo tenerla. Pero el mundo es los ojos de este padre, de este viudo joven, la vida son los cuerpos de estos niños mecidos en sus brazos, en una arena roja.

* Escritor