Hay una Córdoba que solo vive en los ojos de Pablo García Baena. Es la Córdoba de la calle de Armas y de aquel Viernes Santo, es la fragilidad de una belleza que se mantiene intacta en la expresión de los ojos que miran, de una disposición del cuerpo y la conciencia para apresar la esencia natural de la vida. Pablo García Baena acaba de volver de Salamanca, de la ceremonia que lo ha nombrado Doctor Honoris Causa de su Universidad. Lo ha hecho acompañado, como siempre, de familia y amigos: algo hay en este poeta, ahora doctor, de fidelidad irredenta y de alegría, de una delegación continua de la gente que lo quiere y admira, que lo lee y restituye la ilusión de habitar su propio territorio de perduración. Porque Pablo, cuando habla, no habla de sí mismo: o sí, porque habla de Cántico, de Ricardo Molina, de Juan Bernier, de Julio Aumente y Mario López, de la gente que vivió esa maravillosa aventura en dos épocas. Una revista para mantener en las horas una región propia de ética y estética, una especie de ínsula extraña y visceral, sensual y poética, por acción y actitud. No el Cántico de Guillén, sino el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, era el nombre y el marco de una generación que fue la más moderna de la ciudad reciente. Fue tan contemporánea que no sólo no necesitó resituarse contra las tradiciones, sino que supo integrarlas -ahí está el talento- en una visión propia de la modernidad. Así el hermoso poema Viernes Santo, así la recuperación del Santísimo Cristo del Remedio de Ánimas, en la que también Pablo estuvo inmerso, que tanto habría gustado a don Miguel de Unamuno. Me descubro ante la devoción de esta gente, reconoció, una noche, el autor de San Manuel Bueno, mártir. Ante la poesía de Pablo García Baena y esta fidelidad noble a los amigos solo queda ya descubrirse y vivir, leer y amar. Claro que otra Córdoba es posible, pero está justo aquí: sólo hay que detenerse y pronunciarla antes que el tiempo acabe.

* Escritor