Han pasado los días, donde el pozo del sentimiento de ausencia se ha ido asentando lentamente en el vaso medio lleno de nuestra vida. Cuando la Poesía se hizo palabra escrita, para así entrar en el silencio, en la pequeña habitación donde habita el roce humano entre seres que comparten similares sensibilidades. El libro, como buque insignia de dichas relaciones, y en donde el olor del papel, junto con las caricias de unas manos que van deshojando las páginas, como se pudiera hacer con la más hermosa flor del jardín de la belleza. Un símbolo de que la muerte no existe, y que perduramos en el recuerdo de aquellos seres que ya se fueron a no sé qué sitio, pero que conocimos íntimamente. Nos rozamos y amamos. También nos amaron... El libro, como aquél hijo desprendido del claustro materno del poeta, ya con su camino propio, ajeno al autor... Y en su propio devenir, navegando por las procelosas aguas del tiempo... Para al final morir por inanición, y ausencia de unos ojos que se deslizaran sobre sus palabras escritas ya vacías, o en su defecto, entrar triunfante en la inmortalidad, cuando generaciones lo conviertan en la referencia de dichos sentimientos profundos, para así los poemas que lo impregnan, continúen palpitando como corazones vivos años y años, siglos y siglos, envueltos en el velo invisible de la magia de la lengua escrita. De la obra maestra. Tempus fugit.

Antonio Machado, en Cantares, ya nos espetó hace casi noventa años, que «nada os debo, me debéis cuanto escribo, a mi trabajo acudo, con mi dinero pago, el traje que me cubre, y la mansión que habito, el pan que me alimenta, y el lecho en donde yago...». En resumen, la deuda impagable que tenemos hacia el constructor de sueños, es de quien la recibe, se deleita, disfruta de ella, y aprende.

Córdoba... Siempre Córdoba, se ha quedado huérfana, sin apenas darse cuenta de que ha perdido a quien dijo en su día a este Diario, que era un «artesano de la palabra», con esa sencillez estoica que siempre le caracterizó. Como si el entorno o la vida circundante fuera un simple accidente, que en nada podría perturbar su inmenso mundo interior, que nos regaló desinteresadamente con inolvidables escritos, poemas, de una calidad fuera de lo común, teniendo como telón de fondo, esta ciudad que tanto amamos con sus ritos, imágenes, plazas, callejuelas, monumentos, iglesias, que describió magistralmente en su obra. Y entre todo ello, el gozo infinito de su admiración hacia la Señora de Córdoba. Su Virgen de los Dolores.

Pablo, que en todo momento pasó casi desapercibido ayudando a tantos poetas y escritores artistas, que en los últimos años han venido germinando en este pedazo de tierra que baña el Guadalquivir. Córdoba, siempre Córdoba, demasiadas veces desdeñosa con sus hijos, que más la han querido, tiene la obligación moral del que el poeta no entre en el cajón vacío del olvido, y hacerlo grande, inmensamente grande, como lo fue y es, para así que su nombre y su obra queden indeleblemente escritos en letras de oro sobre las páginas del libro de la historia de esta ciudad.

El mejor homenaje que le puedo hacer al Poeta, es recoger en este modesto artículo algo suyo, en su colorario final, y así dejar claro que el tiempo no existe y que pervivimos, como dije anteriormente, en la memoria de los hombres a través de lo que hicimos durante la vida. Y nos dice, Pablo en un fragmento del poema dedicado a Córdoba, lo siguiente:

«¿A quién pediremos noticias de Córdoba?/ Porque las piedras que amabas a la tarde han sido derribadas,/ talados los cipreses y su claustro de salmos silencioso,/ destruidos los arcos/ el capitel rodó sobre la ortiga/ y los artesonados aplastaron blasones,/ soberbia, yelmos, gules.../ Corrió la lagartija sobre lises/ y las manos falaces arrasaron vergeles,/ enmudeció la esquila en la espadaña,/ abatieron dinteles, picaron tracerías, hundieron hornacinas/ y a la venta pusieron atauriques,/ teselas, surtidores, plata ilustre de ofrendas/ y cobraron monedas de la traición tus hijos,/ subastaron tus lágrimas, oh madre/ patria mía...».

* Abogado y académico