Frecuentemente en sábado o domingo, atravieso nuestro río por su puente viejo, cuya edad desteje la cuerda del tiempo y sus piedras cepillan la barrera de las discordias; ese puente que reúne a corazones separados cuando en su transcurrir se oyen músicas. Puente que ensalza la trascendencia del amor, aporta la visión de un mundo transfigurado. Recto sendero de felicidad para los muchos que nos visitan, amasado de buen mortero.

Hay músicas en este puente viejo. Música de acordeón de unas manos agrietadas, de un rostro labrado por la impaciencia, de unos ojos en un tiempo que no existe, que se pierde en ecos interminables. Desconozco el nombre del acordeonista y dónde aprendió las notas del solfeo y en qué bailes ha amenizado. Es un artista natural que desloma el instrumento interpretando Csárdás que yo tuve la suerte de oír en 1971 en zonas cercanas a la Vojvodina y, luego, en los años ochenta, junto a tres cordobeses, en la zona romaní de Hungría. Este acordeonista interpreta con fuerza la fuerte melodía que nos incita a saltar marcado su ritmo por el golpe de su metatarsiano.

Me detendrá al recordar el sonido de la balalaika que yo adquirí en Minsk en mi primera madurez al hacer sonar Kalinka-Malinka. Los que nos visitan se olvidan, si son viejos, de las miserias de la edad y si son jóvenes danzan con la fuerza de su edad.

En el otro extremo del puente un músico que suena la armónica compite con el acordeonista. Es moreno, flaco y barbudo, de cabellos espesos y enmarañados, quien nos deleita con blues que se salen del alma pues una armónica que no suene bien no tendrá jamás alma de blues. Contrasta la tristeza y melancolía de su música con la acelerada del acordeonista y ese contraste me conduce a reposar a través de sus espirituales sonidos. Y es que el blues necesita de la armónica para expresar depresión y tristeza.

Cuando oigan a estos dos músicos observen el contraste entre el lamento de la armónica y la alegría de la Csárdás, la opresión que nace del blues y la orden marcial del acordeón, porque el de la armónica desgrana plegarias desde el susurro de sus labios y el acordeonista marca cómo saltar de alegría.

Si los escuchan, deténganse; dejen unas monedas en sus sombreros.

José Javier Rodríguez Alcaide

Córdoba