La crecida de los ríos es un fenómeno tan natural como antiguo. Los esfuerzos que, en los últimos siglos, han realizado los humanos de las áreas urbanizadas para evitar los desbordamientos fluviales y su secuela de daños --a veces, vidas humanas-- han resultado a menudo polémicos, porque el equilibrio entre la seguridad de un núcleo de población y el respeto del medioambiente es frágil y susceptible de romperse por intereses económicos. Ahora el Ebro se encuentra en el ojo del huracán porque la suma de varios factores meteorológicos inusuales lo ha desbordado gravemente a su paso por varias comunidades. Al anuncio de la ministra de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente de que debería suavizarse la legislación para permitir más operaciones de dragado del río en tramos críticos --lo que aumentaría su cauce-- replican los ecologistas que la solución es devolver al Ebro las zonas inundables que en las últimas décadas le han sido arrebatadas por una urbanización creciente. Son los expertos quienes deben aportar opiniones y sugerir soluciones, que en ningún caso serán fáciles de lograr, porque estamos hablando del río más largo y caudaloso de España, que atraviesa siete comunidades, genera mucha riqueza económica y tiene más de una decena de embalses. Lo primero, por supuesto, es garantizar la seguridad de las personas, pero hay que velar también por la seguridad del río. El debate debe ser racional y sereno, si eso es posible en un año electoral como este.