Los estrategas del Partido Republicano aconsejaron centrar la última campaña electoral norteamericana en torno a la lucha antiterrorista y, especialmente, en la guerra contra Irak. De este modo, se aparcaron los problemas internos --la pérdida de impulso económico--, se neutralizó a la oposición y se enardeció al electorado fiel. Los resultados fueron óptimos: los republicanos arrollaron en las legislativas y el presidente Bush consolidó su liderazgo. Se trata de un ejemplo espectacular de un modo de entender la política: como un ejercicio de márketing encaminado exclusivamente a la consecución y la preservación del poder. Una política que hace abstracción de referencias éticas y compromisos ideológicos, y se hace efectiva a través de una persistente acción mediática puesta al servicio de un mensaje maniqueo.

El ejemplo ha cundido y en España tenemos buena prueba de ello. Así, durante los últimos días, el PP ha neutralizado los graves golpes que a su credibilidad ha asestado la crisis del Prestige, mediante una acción centrada en los siguientes puntos. Uno: la afirmación de que se trata de un hecho pasado, sobre el que no hay que volver, por lo que sobran ya los voluntarios, que han de ser sustituidos por expertos. Dos: la criminalización de Nunca Máis, por aprovecharse de las ayudas, y la descalificación de la oposición, por insolidaria y carroñera. Tres: el lanzamiento súbito, a bombo y platillo, de una campaña en torno al tema de la seguridad ciudadana.

Se trata de una campaña de distracción, encaminada a confundir a la opinión pública y eludir responsabilidades. Algunos dirán que ésta es la forma moderna de hacer política. De moderna no tiene nada. Es tan vieja como la manipulación y el engaño.