La llegada al Despacho Oval de un payaso rubicundo ha disparado en EEUU las ventas de 1984, la célebre distopía escrita por George Orwell en 1948. Admiro la obra ensayística (no tanto la narrativa) de este escritor excéntrico, y habitualmente no necesito ninguna excusa para volver a ella --menos aún si esa excusa no buscada son los mugidos de una res del tamaño de Mr. Trump. Pero no hay mal que por bien no venga, y si este articulo les anima a releer algún fragmento orwelliano, tal vez pueda decirse algún día que la actual presidencia de EEUU tuvo algo de positivo.

Orwell vivió en primera persona todos los acontecimientos políticos sobre los que tan apasionadamente escribió. Con una irreprimible sensación de culpa, conoció desde dentro los entresijos del imperialismo británico como miembro de la policía colonial birmana; experimentó la situación deplorable de la clase obrera compartiendo durante meses la vida de los mineros del norte de Inglaterra; el fascismo fue a buscarlo a la guerra de España y el estalinismo lo encontró, sin buscarlo, en la Barcelona de mayo del 37: tanto uno como otro a punto estuvieron de acabar con su vida.

Por esta proximidad a los hechos vio Orwell lo que muchos otros escritores intelectualmente mejor dotados no vieron hasta mucho más tarde, cuando lograron despojarse al fin de su escolástico andamiaje de categorías inhumanas (y no me refiero solo al Gulag). Como contrapartida, tal inmediatez le llevó a cometer gruesos errores de perspectiva, así como a sembrar sus escritos de idiosincrásicas exageraciones. Es lo que sucede cuando uno mezcla tan íntimamente su existencia personal con el espíritu de su época. Como dijo Cyril Connolly: «Orwell era incapaz de sonarse la nariz sin moralizar sobre las condiciones de la industria de fabricación de pañuelos».

Sin embargo, no es este Orwell políticamente hiperestésico el que deseo sacar a colación aquí. Quiero que se detengan unos minutos conmigo sobre el pequeño ensayo que publicó el 12 de abril de 1946 en las páginas del Tribune, diario de una izquierda políticamente correcta (según los estándares de corrección política de entonces, conforme a los cuales Stalin era considerado todavía un padrecito bonachón). El ensayo se titula Algunas consideraciones sobre el sapo común, y es una delicia.

Escribe en él sobre la primavera, anunciada entre otros signos por el aturdido despertar del sapo de su letargo de invierno, pero también por la floración del endrino, el canto de la alondra o el «verde intenso de un brote de hierba de San Gerardo en un edificio bombardeado» (no olvidemos: Londres, 1946). Junto a estas pinceladas lírico-descriptivas, plantea --con su habitual gracejo-- esta pregunta dirigida al lector típico del Tribune: «¿Está mal deleitarse con la primavera y con otros cambios estacionales?». Mucho se teme Orwell que tales efluvios líricos sobre sapos y golondrinas carezcan de eso que los directores de los periódicos de izquierdas denominan «enfoque de clase», y que le granjeen no pocas cartas insultantes por parte de lectores «comprometidos». Pero su respuesta es maravillosa, y pone en jaque esa ruda violen-cia que desde Robespierre hasta Pol Pot parece ir adherida a todo proceso revolucionario: «Ciertamente, debemos sentirnos insatisfechos, no deberíamos limitarnos a buscar la manera de sacarle el mejor partido a un mal trabajo; pero, aun así, si matamos todo el placer que nos reporta el proceso de la vida, ¿qué tipo de futuro nos estamos preparando a nosotros mismos? Si un hombre no puede disfrutar del regreso de la primavera, ¿por qué debería ser feliz en una utopía que le ahorre trabajo?». Justo treinta años antes, Ortega y Gasset se refería al carácter adjetivo de la política, cuyo fin es permitir que «quede al individuo un margen cada vez más amplio donde dilatar su poder personal». Bernard Crick, biógrafo de Orwell, escribió que si este «abogaba por la priorización de lo político solo era a fin de mejorar la protección de los valores no políticos».

Anda, háganme caso y aparten a un lado a ese botarate de Trump: acudan a la biblioteca más próxima a leer este precioso juguete sobre sapos y prímulas, esta acerada crítica sobre la falsa mala conciencia de un amplio sector de la izquierda. O bien, deléitense directamente con la primavera.

* Escritor