Iba yo en un cercanías de costa, mirando al suelo gris, con la imaginación puesta en «eso». La forma, tacto, olor, temperatura de eso. Iba feliz, pensando en mi último encuentro con eso y todo lo que lo rodea, y en su efecto en mis sentidos, con la Hungarian Rhapsody dando vueltas en mis oídos (valga la rima), y el público a mi alrededor pasando el dedo índice o medio por las pantallitas, auriculares en las orejas, y yo sonriente, revisando eso, y la música en mi cabeza golpeando al ritmo del tren. Después, ya en la calle, me senté en una terraza y me dio por mirar una y otra vez a determinada persona, seguro de no volverla a ver en mi vida. No me preguntaba cuál podría ser su ocupación, qué hacía allí a aquella hora de la media mañana, qué pasaba por sus pensamientos. Tan solo echaba un vistazo a sus maniobras con el cigarrillo, la forma como cruzaba las piernas, el mechón de pelo enredado, los movimientos de su garganta cuando tragaba la pinta, medio litro de cerveza pa dentro, y la camarera que aparece y cobra y ya sabes que esta persona se va, pasa por delante de ti, igual que miles y miles. Y allí estaba de nuevo un señor con sus pantallitas, tres, en este caso, de dos móviles y una tablet, respectivamente. Yo lo miraba con interés y curiosidad al tiempo que la idea de eso volvía con fuerza: eso en su territorio, en su momento, en el claroscuro de la siesta, y el mundo llevando a su extremo todos los negocios, todas las especulaciones, guerras, intrigas, mostrándolas en millones de pantallitas, con ojos muy abiertos y manos en la cabeza, como «el hombre desesperado» de Courbet, a propósito. Y me dicen que estoy loco por pensar en eso continuamente y no pasar el dedo, lujurioso, por la pantallita, precisamente. Pues vale. ¡Je je je! ¿Qué más quieres que te diga, mundo?

* Escritor