La pasada semana visioné una película que recogía todos los ingredientes para ser un auténtico galipuche. A priori, Orgullo, prejuicio y zombis era todo un despropósito que únicamente podía satisfacer a frikis escorados al lado más gore de lo romántico, como los gremlins que gimoteaban en sus butacas tras el mordisquito de Blancanieves. Pero, bien mirado, tenía cierta cohesión ese estrambote, un largometraje que de forma sibilina podía llevar la manida marca de la posverdad. El autor de esta cinta salpimentó con muertos vivientes la obra señera de Jane Austen. Se aproximan el huevo y la castaña, porque los zombis se asocian con un apocalipsis postnuclear, pero los terrores y los monstruos contemporáneos surgieron en el Romanticismo. La vuelta de tuerca estriba en que Mary Shelley creó a un Frankenstein que, levantado de la mesa de disecciones, perseguía la gobernanza de la razón, mientras que en esta rebelión de las masas, estos extraños lázaros comen cerebros sin más apriorismo categórico que el bucle de su continuismo.

Sabíamos que este cambio de siglo tendría un tufo romántico, y doblar un milenio habría de ventear el vértigo de la trascendencia y la religiosidad... pero no, desde luego, con estos extremos. Frente al espantoso icono del yihadista inmolado, Lord Byron se presenta como un protomártir que cayó en la Hélade al luchar contra la opresión del turco. Lo romántico es el terruño, el orvallo, el trance de la patria chica. El secesionismo catalán lleva mucho tiempo empolvado de romanticismo, y buena parte del electorado francés quiere volver al estilo imperio, aplicándose sin disimulo al Frexit. Más que la insoportable levedad de la tuberculosis, lo más nefasto del romanticismo fue construir el templete de los nacionalismos, ese germen que convulsionó en el siglo XX y que merced a trileros de banderías y capciosos referéndums quiere reanimar unas ideologías apulgaradas.

Ciudadanos ha cerrado su Congreso, girando desde la socialdemocracia hacia un liberalismo que se espeja en las Cortes de Cádiz ¿Habrá querido el señor Rivera convertirse en el circunspecto y apuesto señor Darcy? ¿O creerá a pie juntillas en la existencia del Ministerio del Tiempo? Apuesta, en cualquier caso, por el colesterol bueno del romanticismo; el que Antonio Gisbert pintó con el trasfondo de una arrebolada playa de Málaga. Allí está el siguiente grupo aguardando la descarga del piquete de fusilamiento; la cohorte del general Torrijos que desde Gibraltar desembarcaba en el capital malagueña postulando un frustrado pronunciamiento liberal. El cuadro de Gisbert es una obra cumbre de la pintura historicista española. En él se cuela Robert Boyd, un irlandés que llevó a sus últimas consecuencias su amistad con Torrijos, entregando su herencia hacia la causa liberal, y su corazón a la balacera. Robert Boyd ha de invocarse en todo propósito honesto de encarrilar por todas las partes el conflicto del Peñón. Y en ese empeño común de costuras y no fisuras, en el grupo de incondicionales de Torrijos uno de los que aguarda su sino se cubre con una barretina, testimonio visible de que hace 130 años ya se dibujaba la diversidad de los pueblos de España.

El orgullo ya no es lo que era desde que se descafeinó la honra. Y los zombis son una pretensión chata y grotesca de la trascendencia. Pero que Dios nos libre de los prejuicios, sobre todo de los que orean tanta patulea de salvapatrias.

* Abogado