Las veo allí en su acompañada soledad de antiguos robots inservibles y olvidados, como viejos caballos que su dueño despreció cuando ya no le sirvieron para el trabajo, como el fiel perro que estorbaba cuando ya no fue útil. Son tres locomotoras de aquellas que transportaron carbón, energía para el progreso de Peñarroya y del país entero, todavía orgullosas en sus chimeneas y sus pesadas ruedas y bielas, pero lastimosamente oxidadas e inservibles por dentro y por fuera. Solo una, la Marta, está pintada y casi bonita, pero es un espejismo porque está tan anquilosada e inútil como las otras; como también la vieja bomba que se alinea junto a ellas, como lo que parece una pequeña tractora de interior de la galería para arrastrar vagonetas de dolor y perdida riqueza. Permanezco ajeno a las diatribas de los últimos tiempos sobre encargos a empresas de restauración de ferrocarriles, sobre contratos que nunca se cumplieron a pesar de haber sido abonados, sobre responsabilidades políticas y fondos perdidos, solo asisto al espectáculo de la incompetencia, de la zafiedad, del desamor por lo propio, por el patrimonio que alguna vez nos hizo ser nosotros. Me importan un vagón de escoria los juicios interminables, las condenas o las absoluciones de quienes tenían el encargo maravilloso y único de salvaguardar y velar por lo nuestro, me quedo con la imagen del abandono, de la frustración, del asco, de la desesperanza y de la certeza de que no hay remedio para nada. Más allá veo la puerta giratoria del orgulloso casino, de su sala de juegos, y otros exponentes que fueron vivos y ahora duermen entre polvo y telarañas.

* Profesor