No nos equivocaremos mucho si decimos que al menos la mitad de quienes están leyendo esto viven con la sensación permanente de correr y nunca llegar. Ser (y no estar) estresados es la nueva norma, ir cortos de tiempo y siempre con la lengua fuera es lo que se lleva. Confieso que cada vez que pregunto «¿qué tal, cómo estamos?», me preparo para recibir un «uf, sin tiempo para nada». Admito que yo era de estas, hasta que llegué a la absurdidad del burn-out. Desde entonces busco maneras de vivir a buen ritmo, pero lejos de la tiranía del quiero, pero no llego. No hay recetas mágicas, pero, con permiso, lanzo tres ideas.

La vida es como una mochila. Si la medimos a peso y nos obsesionamos con el cuánto, nos acabará doliendo la espalda. Lo importante no es la cantidad, sino con qué la llenamos y cómo. Es interesante revisar nuestro día un par de minutos antes de ir a dormir. Poner en una balanza lo que nos llena, lo que no, así como lo que querríamos cambiar y qué podemos hacer. Eso sí, hace falta tener ganas. Ganas de entender que la mochila es de quien la lleva, y que por tanto tuyo es el derecho de escoger y llenarla. No dejes que nadie ponga piedras que no quieres: ni jefes, ni hijos, ni familia, ni amigos.

Estamos atrapados entre lo que tenemos que hacer, lo que querríamos hacer y lo que terminamos haciendo. Vivir corriendo tras el reloj nos acerca cada día al abismo de la ansiedad, la zanahoria que no alcanzamos nunca y la insatisfacción permanente. Desde que lo descubrí, llevo reloj por respeto a la puntualidad y el tempo de los otros, pero en lugar de un reloj de agujas me inspiro en el de arena. Es la metáfora del paso a paso: cada granito pasa, uno tras otro, y al final todos terminan en el otro lado. La cuestión es centrarse en lo que tengas entre manos ahora y aquí. Y si hay demasiadas cosas llamando a la puerta --o en la bandeja de entrada--, toca hacer una lista y decidir de forma realista qué ponemos, qué dejamos y por dónde empezamos.

Decir «no tengo tiempo» es la mejor excusa para no encontrarlo. De forma universal, los días tienen 24 horas. O sea, todos disponemos del mismo tiempo, pero no todo el mundo lo aprovecha por igual. Si realmente queremos hacer una cosa, debemos buscarle el espacio. Así que sustituí el «no tengo tiempo» por «no encuentro (o no busco) el momento de hacerlo». Si no hay espacio, no será tan urgente ni importante. Pero si lo es realmente, toca priorizar, una vez descontadas las obligaciones y las restricciones horarias que cada uno conoce.

Así, llamando a las cosas por su nombre, llegamos a ideas simples --que no fáciles-- para que a partir de mañana o del próximo minuto olvidemos que «no tenemos tiempo» y llenemos esa mochila del día a día a conciencia y con las cosas necesarias, las obligatorias y las que nos hacen vibrar. Para que la próxima vez que se lo pregunten, pueda sonreír y decir: «Bien, disfrutando del trayecto».

* Doctora en Sociología. Investigadora especializada en revolución digital y transformación social (UB y Esade).