Su madre hizo un llamamiento en Twitter para que la ayudaran a buscarla. El nombre de la niña pobló las redes. También corrían fotos de otras supervivientes que guardaban algún parecido con la desaparecida. ¿Es esta Olivia Campbell?, preguntaban con angustia centenares de personas que nunca habían conocido a la desaparecida. Los mensajes de esperanza, el nerviosismo, los rezos llegaban desde numerosos puntos del planeta. Como si en esa sonrisa bella, joven y desconocida se ocultara un bien preciado que debía ser preservado. Veinticuatro horas después del horrible atentado de Manchester, Charlotte Campbell confirmaba la muerte de su hija Olivia. Y ese rostro se convirtió en la expresión de la pérdida. Con ella naufragaban decenas de sueños e ilusiones adolescentes. También, otro retazo de nuestra seguridad, más restos de confianza... El mal se ha incrustado en nuestra sociedad y, como una enfermedad autoinmune, se alimenta de una parte de nosotros mismos, destruyendo al organismo que lo acogió. El terrorista no tenía mucha más edad que las víctimas. Sus padres habían huido del delirio de la dictadura de Libia. Olivia y Salman, víctima y verdugo, quizá se habían cruzado en alguna calle de Manchester, quizá incluso esa misma noche sus miradas se encontraron. Queda el dolor de creer que, en algún momento, quizá se podía haber evitado que el odio salvaje y destructivo hubiera prendido en los ojos de él.

* Escritora