La ráfaga de cuerpos despedidos, barridos sobre el puente con la niebla cortante. Por desgracia, vamos a seguir hablando de esto. No es algo temporal, sino una simiente generada en nuestra sociedad, que ya ha germinado y lo seguirá haciendo. Khalid Masood, el hombre que atropelló y mató a 3 peatones, hiriendo a otros 29, en el puente de Westminster, había nacido en Kent y vivía en Birmingham. Tenía 52 años, hacía culturismo y era profesor de inglés. En 2000 atacó al dueño de una cafetería en Sussex: Masood, negro, se había sentido agraviado tras una discusión racial. Fue profesor de inglés en Arabia Saudí y se casó con una musulmana. En 2003, tras otros incidentes, apuñaló en la cara a un hombre. Condenado a prisión, en la cárcel se inició su definitiva conversión al radicalismo. El Estado Islámico ha reivindicado su atentado: nada, en definitiva, distinto a otros ataques, salvo la edad del asesino, porque los lobos solitarios suelen ser lobeznos. Sería interesante pensar todo esto de otra forma. En primer lugar, no aplicar solamente una lente propia, desde nuestra normalidad más o menos aparente: en cualquier sociedad hay tipos dispuestos a descargar su ira contra el mundo. Ayer, un muchacho de 19 años -español, no inmigrante, ni musulmán-- soltó 11 puñaladas a un hombre por defender a su hijastra en Torrelavega. La madre también sufrió varios pinchazos, y los dos dominicanos que intentaron ayudarles. El novio había pegado una paliza a la muchacha, de 17. El salvajismo, ¿es el mismo? La diferencia estriba en que ahora tenemos la coartada deformada de un credo, dispuesta a reivindicar, amparar, modelar y dar sentido a cualquier furia. La lente hay que ponerla también más lejos, para entender un mundo global, antes de que reviente: desde 2000, cuando Khalid Massood apuñaló a aquel hombre en Sussex, el 87% de los atentados terroristas han tenido lugar en países musulmanes. Los rostros de sus víctimas debemos integrarlos en el mismo dolor.

* Escritor