Las redes sociales son terreno abonado para la proliferación y la publicidad de incitaciones al odio, en todos sus matices, desde el racial al sexual o al terrorismo, pasando por el ideológico o el homofóbico. Las grandes empresas y plataformas, con millones de usuarios, se han convertido muchas veces en un campo de batalla en el que se atenta contra la dignidad de individuos y colectividades o, directamente, se difunden mensajes de incitación al insulto y la vejación o a la acción directa. Conscientes del enorme poder que esconde internet, las autoridades europeas reclamaron a corporaciones como Facebook, Twitter o Google que pusieran freno a estas actitudes intolerantes. Un observatorio creado al efecto monitoriza el código de conducta que se consensuó con las multinacionales, y en pocos meses se han conseguido grandes logros, a través de filtros de las propias compañías y de una plantilla de revisores que calibra las denuncias. En España, sin embargo, se borran menos mensajes de odio que en Europa, debido a criterios difusos y para no aparecer como meros censuradores. Lo cierto es que, respetando la libertad de expresión, es responsabilidad de todos (y en especial de las empresas implicadas) abogar por una utilización civilizada de los nuevos medios de comunicación en aras de una convivencia que destierre la irracionalidad y que evite desmanes que generan temor y dolor al amparo del anonimato de la red.