Siguiendo una tradición pendular muy española, reflejada en innumerables planes de enseñanza, hemos pasado de estar plagados de latín a su completa ausencia, de exaltar las humanidades a casi evitarlas.

Pertenecemos a la generación, cada vez más menguada, que recibió humanidades a todo pasto durante el bachillerato. En los últimos cursos rezábamos el Padrenuestro en griego: si después de 7 años estudiando latín no se generó una pléyade de latinistas, fue porque es imposible aprender de quienes eran como el maestro Ciruela, que sin saber leer puso escuela; la lógica se basaba en los silogismos; debíamos conocer accidentes geográficos impronunciables, como los estrechos Skagerratt y Kategatt. amén de los afluentes del Danubio; memorizábamos los títulos de los autos sacramentales de Calderón de la Barca, el tópico elenco de los reyes godos y epinicios patrióticos: leíamos con frecuencia libros de culto como La montaña mágica, que nos avivó el deseo de residir algunas temporadas en un sanatorio suizo. Junto a los saberes, las creencias. Creíamos a pies juntillas en la Biblia literal: que las serpientes hablaban en el jardín del Edén, las ballenas se tragaban a los profetas o que, después de las tremendas plagas de Egipto, los israelitas se alimentaron de maná en el desierto. Y así sucesivamente.

Entonces, todo lo que hoy está en la red y sus portales, se encontraba en los libros que nos introducían en los saberes humanistas. los cuales eran útiles, según nos enseñaban, para perfeccionar el criterio y fortalecer la formación integral, tan apreciada en el mundo anglosajón. Nos repetían el ejemplo del conocido novelista Graham Green que, habiendo estudiado en Oxford lenguas clásicas, con veintipocos años fue subdirector del prestigioso The Times.

Pues bien, mi generación somos los supervivientes, los últimos de aquellas Filipinas culturales, educados en las más estrictas -y tal vez exageradas- humanidades, que en la actualidad están en el furgón de cola de los saberes o totalmente sustituidas por «conocimientos de aplicación práctica inmediata», como puntualiza el diccionario de María Moliner. No obstante, debe quedar claro que esta breve reflexión no pretende la añoranza, o la resurrección, del carpetovetónico «que inventen ellos» de Unamuno. pues no podemos dejar de reconocer como un progreso plausible que los españoles lideremos el establecimiento de la alta velocidad ferroviaria en Arabia Saudí y el ensanche del canal de Panamá.

En este tema de las humanidades se puede argüir que ni tanto como entonces ni tan calvo como ahora. El ideal sería compaginar las ciencias con las humanidades, como Cervantes quiso que se hiciera con las armas y las letras. Pero muchos piensan que a las sabidurías fundamentadas, o propiciadas por las humanidades, les pasó su tiempo y por eso están de una irreversible capa caída. Situación acentuada por la crisis y la insensibilidad conservadora en cuestiones culturales.

A lo que cabe añadir, para completar el panorama, que el estudio de las humanidades les parece una gollería a los artífices de la cultura del pelotazo y el saqueo que en España alcanza, a diario, junto con el cinismo, unas dimensiones homéricas. Y todo ello sin dejar en el olvido el estado laboral de tantos y tantos universitarios en paro, que sueñan con tener un puesto de trabajo fijo, al precio que sea, porque, como nos enseñaron precisamente las humanidades, primero es vivir y después filosofar. Primum vivere. deinde philosophari.

* Escritor