El discurso de despedida de Obama nos pone sobre la mesa tanto el balance controvertido de una etapa que ilusionó a muchas personas, como el mensaje final que el presidente saliente nos ha querido transmitir como una antorcha que llega a todos los rincones. Barack Obama aterrizó en un momento muy complicado de nuestra reciente historia. Había comenzado la recesión económica y tenía que afrontar todos los desastres acometidos por el imperialismo militarista de su antecesor. Las promesas y las previsiones desbordaron por completo el estricto marco estatal para consagrar un liderazgo mundial que ha tenido aciertos internos: el Obamacare que ha proporcionado seguro médico a más 20 millones de norteamericanos, la superación de la crisis económica y reducción a la mitad las cifras del desempleo, además de aumentar los gastos en educación y la lucha por los derechos civiles del primer inquilino afroamericano de la Casa Blanca. Y también aciertos externos, como la apertura con Cuba o el fin del programa nuclear de Irán, virando hacia un multilateralismo basado en el diálogo y la corresponsabilidad internacional que no ha sido correspondido por una Europa débil y fragmentada. Ello sin perjuicio de todas las promesas incumplidas, que con una oposición mayoritaria de signo republicano no ha podido sacar adelante.

Más allá de las estadísticas y del análisis de los datos, que a falta de mayor perspectiva la historia irá determinando en su justa medida, el legado final del presidente Obama está en la dignidad de su gestión y en la nobleza y fuerza de su discurso, mostrado en Chicago hace unas horas, pidiendo a sus compatriotas fé en sí mismos y compromiso con su país. «Os pido que creáis. No en mi capacidad para cambiar, sino la vuestra. Que conservéis la idea de nuestros padres fundadores, la idea que susurraron los esclavos y abolicionistas, el espíritu de los inmigrantes y los que lucharon por la justicia, la creencia en el corazón de cada estadounidense cuya historia no se ha escrito aún: Sí, se puede». No una fé de taberna ni de Twitter, sino una creencia verdadera, transformadora y comprometida: «Nuestra democracia nos necesita, no solo cuando hay unas elecciones, sino durante toda nuestra vida. Si están cansados de pelearse con extraños a través de internet, intenten hablar con uno en la vida real. Si se necesita reparar algo, organizad algo. Si estáis decepcionados con vuestros representantes, recoged firmas y postularos para el cargo. Presentaos. Involucraos. Perseverad. Algunas veces ganaréis. Otras perderéis». Y ello poniéndonos a todos en alerta contra un miedo que debemos vencer y que va ganando adeptos aceleradamente --«La democracia puede debilitarse cuando cedemos ante el miedo»--; y exigiendo una solidaridad básica que ofrezca a todos las mismas oportunidades para avanzar juntos en la misma dirección. Digna despedida del mandatario estadounidense. Mensajes que nos haría falta escuchar más por aquí, donde todos andan tan ocupados de sí mismos.

* Abogado