Hay personas, las más, que se mantienen fieles a sus esquemas hasta el final, y otras que en un momento dado deciden dar un giro a su vida, o a su trabajo, y volver a empezar casi de cero. Y esto último es lo que le ha ocurrido a Mariano Aguayo, pintor conocido por lienzos que remiten a un mundo de monteros y monterías que él cree en trance de desaparición --y por eso los ha recreado, para ponerlos a salvo al menos en la memoria pictórica, aparte de porque, según siempre ha dicho, disfrutaba haciéndolo--. Pues bien, Aguayo, esa especie de lord cordobés de serena presencia, aunque ni su cabeza ni sus pinceles conocen el descanso, ha esperado a cumplir 80 años, tan bien llevados a pesar de su mala salud de hierro, para reinventarse como artista, y ahora lo muestra al público en su exposición La Fiesta , abierta en la Galería Carmen del Campo hasta el 8 de enero.

Los últimos cuadros de Mariano Aguayo no retratan rehalas ni perdices ni paisajes serranos --su querida Sierra de Córdoba-- sino personajes y ambientes en torno al mundo de los toros en su versión alegre, pues no hay ningún tremendismo y sí mucho divertimento en las escenas escogidas y su elaboración. A través de ellas se aprecia un artista mucho más sofisticado, un pintor de pincelada muy elaborada, aunque por la frescura de los colores y la aparente espontaneidad de las formas el espectador lo perciba con cierto toque naif. En suma, que no hace falta ser crítico de arte --yo no lo soy, y líbreme Dios de meterme en jardines ajenos-- para adivinar que este Aguayo que rompe por completo con el verismo de cronista plástico que ha marcado su anterior obra ha decidido volver a nacer al arte estrenando un estilo abierto y sugerente que transmite optimismo.

Hay razones, no sé si conscientes o inconscientes, que explican una metamorfosis que se inició hace un par de años, cuando Aguayo sufrió un ictus que a punto estuvo de quitarle el habla pero que a cambio le insufló unas ganas tremendas de vivir. Y las acabó trasladando a la pintura, lástima que no a la escritura, que dice haber abandonado definitivamente, con lo que se pierde el narrador excepcional que ha sido. El caso es que guiado por este nuevo impulso, Aguayo ha echado la vista atrás en un regreso a los orígenes. Porque pocos recordarán que en sus comienzos, allá por los iconoclastas años sesenta, tuvo una época subjetiva en la que prometía como artista de vanguardia, y como tal aferrado a la abstracción. A ella retorna ahora, o a algo parecido, este octogenario que no para de reinventarse, y que no cree en la retirada ni en la rendición.