La pirámide de edad en España presenta desde hace tiempo cambios radicales que se definen fundamentalmente por un creciente y preocupante envejecimiento de la población que incide en el tejido social y, sobre todo, económico de la sociedad. Casi 18 millones de españoles tienen en la actualidad más de 50 años, cifra que en números absolutos no supondría en sí misma nada especial si no fuera porque duplica a la de menores de 18 años. Frente a los patrones demográficos de una estructura social equilibrada, la pirámide poblacional presenta cada vez más un perímetro central voluminoso y creciente en la cabeza --franjas de más edad-- asentada sobre una base cada vez más frágil. A la larga, esa arquitectura puede amenazar ruina.

Aunque en España se presente con algunas características propias --y, dentro de nuestro país, Córdoba es de las provincias con la tasa de natalidad más baja--, el fenómeno del envejecimiento de la población es general en los países de mayor grado de bienestar, donde se registra una acentuada caída-mantenimiento de las tasas de natalidad (tener hijos tiene un coste en dinero, tiempo y comodidad) que se conjuga con una disminución de la tasa de mortalidad debido, entre otros aspectos, a una tecnología médica venturosamente avanzada que puede alargar el momento final de la vida. La suma de ambos factores se traduce en una mayor esperanza de vida, con lo que ello comporta en cuanto a mayores y más prolongados gastos sociales. Semejante escenario demográfico puede ocasionar serios problemas para una economía con una capacidad de maniobra muy reducida y obligada a cambios. Sin duda una de las revisiones a la que obliga el progresivo envejecimiento afecta, y con urgencia, al actual sistema público de pensiones basado en las cotizaciones de un precario mercado laboral que a duras penas sirven para sufragar las percepciones de los jubilados no ya del futuro, sino de ahora mismo. La impotencia financiera del Gobierno le ha llevado a meter tantas veces la mano en la hucha de las pensiones que esta se encuentra ya exahusta, con una reserva que apenas alcanzaría para satisfacer dos pagas extraordinarias de los actuales jubilados.

La adaptación política y económica a un panorama con tantas incertidumbres no debe esperar y debe aparcar viejas y superadas concepciones. La antigua etiqueta de tercera edad ya no puede abarcar a personas con 60-65 años que tienen por delante 20 años de vida. ¿Cuál es en la actualidad la edad de una vejez real? ¿Cómo aprovechar el talento y experiencia de un número cada vez mayor de personas que, en perfectas condiciones de salud, mantienen una alta capacidad de trabajo tras superar los 50 años? Son muchos los interrogantes de una nueva situación demográfica que requieren sólidas respuestas para asegurar el futuro colectivo.