El enero político madrugó. En la segunda semana los grandes partidos -con sus primeros protagonistas al frente- hicieron casi un desnudo integral voluntario. Llamó la atención sobre todo lo demás la acusación furibunda de Rodrigo Rato: «El Gobierno quería meterme en la cárcel», proclamó solemne y airado en el Congreso de los Diputados. Con parecido estruendo sonó la pifia de Pedro Sánchez; su exigencia de un doble impuesto a la banca y ciertas transacciones financieras que ayuden a sostener nuestro sistema de pensiones se volatilizó como agua que cae al suelo reseco del alcorque, y la presentación estelar de su decálogo político «para una nueva era de la izquierda» tuvo el alcance del primer salto que da del nido el pajarillo urbano común.

Los separatistas catalanes continúan con su patético e insufrible esfuerzo inventivo de hacer posible (y creíble) la cuadratura del circulo de su política: gobernar la Generalitat sin estar presentes, desde la nube. Pablo Iglesias --otro que ha adoptado la increíble pose de desaparecer semanas del proscenio político-- asomó la voz este fin de semana para anunciar grandes giras por España para refrescar las bondades de su montaje político. Y Ciudadanos tan contentos; la victoria catalana de Arrimadas les ha dejado clavada en la boca la mueca de la sonrisa por un largo tiempo,

De tantos titulares, sin embargo, merecería la pena profundizar, aunque solo fuera con la profundidad del somero volteo del arado romano, en dos aspectos. Vayamos a Rato. Muy mal, fatal, debe de andar el PP , también puertas adentro, cuando un político, tan gravemente herido pero con el instinto felino intacto, le lanza desde el Congreso una de las acusaciones más feroces que se recuerdan: «El Gobierno quería meterme en la cárcel», dijo, y hasta tres ministros revelaron sus cuentas fiscales «dentro de una campaña orquestada para detenerme». Y logró conmocionar, todavía, a la elites políticas, económicas y a cierta prensa influyente. Rato, después de tres años de grandes penurias, tuvo el atrevimiento y sobre todo la clarividencia, de pensar que aún puede hacer de lo suyo un caso político.

Y no lo es. Jueces, fiscales y policías le investigan sobre al menos 15 ilícitos penales; pero es igual, sospecha que la debilidad política del Gobierno de Rajoy es mayor que su precaria situación judicial y con esos útiles se lanza al cuello de sus viejos conmilitones. Las fracturas internas han debido de ser notables, aunque el común de los mortales nunca escuchemos los estruendos de lozas en La Moncloa y Génova dado el toque de silencio decretado por el presidente.

Lo de Ferraz también es bien significativo. Largos meses de silencio --dicen que también de meditación y reflexiones-- de Pedro Sánchez, se tradujeron en algo así como en el salto de un gorrión joven pintado, eso sí, de colores. ¿Y qué le pasó mi guate? que diría el mexicano. A primera vista se observa que el PSOE continúa sin discurso; que después de meses de retiro aparecen sin los deberes hechos; mantienen los mismos tic pseudo izquierdistas de la campaña que llevó a Sánchez a ganar con largueza la secretaria general y continúan atrapados por el complejo Podemos.

Es una gran pena que a estas alturas, cuando ya a Podemos se le desprende bastante más que el enlucido, aparezca el PSOE buscando adhesiones políticas colgado de las pancartas de la demagogia. Porque ir contra la banca es lo más fácil. El Felipe González de finales de los años ochenta y noventa daba muy pocas ruedas de prensa y hacía pocas declaraciones, y se le criticaba con fuerza. Él se justificaba en privado argumentando que no tenía todos los días dos o tres ideas felices y otras tantas noticias que contar; que la gestión de la democracia es trabajosa y lenta y normalmente es un trabajo gris. Algunos creían que el silencio de Pedro Sánchez seria trasunto de aquellas reflexiones de González, pero parece que no es así. Continúa, como la mayoría, buscando el titular artificioso que embauque cuando lo que se requiere es yunta y arado.

* Periodista