Noviembre es el mes con menos celebraciones festivas del año. Entre ellas destacan las consagradas al tradicional culto a los muertos. Aún recuerdo cómo en nuestros pueblos, durante los primeros días del mes (con los Santos y Fieles Difuntos), cuando los trigos ya estaban sembrados y todos los frutos en casa encerrados, las campanas tañían con el toque de oración para que pudieran salvarse las ánimas del Purgatorio. En Córdoba hace algunos decenios era costumbre para algunos acudir a la ermita del santo Cristo de las Ánimas, mientras otros dedicaban su tiempo libre a presenciar las representaciones cómico-teatrales que por esos días se llevaban a cabo en la ciudad. No obstante, unos y otros sabían en tales fechas que la muerte señala el término de nuestra existencia, reflejada en el propio calendario festivo. Cuando el lector lea estas líneas los cementerios habrán sufrido ya la avalancha de personas que recuerdan a plazo fijo a sus familiares difuntos, inundando tales recintos de flores, rezos y largas colas que lo llenan todo.

En nuestras latitudes, tras la vendimia, espera la siembra, es decir, las semillas que harán que la tierra prolongue la vida a través de ellas. Símbolo femenino de fertilidad, la tierra aparece yerma durante esta época del año, tras las siegas del estío; sin embargo, tras recibir la simiente (signo masculino), retornará la esperanza de que la vida continúe. Por ello la celebración de Todos los Santos en cierto modo representa un reencuentro entre el mundo de los muertos, simbolizado por la tierra yerma, y el de los vivos, personificado por esas semillas que pronto serán sembradas y harán posible de nuevo la vida. Esta festividad se halla, pues, dentro de la tradición del culto a los muertos, y no es extraño que tenga lugar en otoño, cuando la naturaleza comienza a apagarse (por así decir) camino del invierno. Sin duda, es una de las celebraciones más extendidas en las diversas culturas esta de festejar la vida con posterioridad a la muerte, dando origen a multitud de rituales y ritos, siendo muy conocidas las comidas junto a las lápidas en algunos países latinoamericanos como Ecuador o Perú, así como variadas costumbres en torno a la referida jornada.

Al Día de los Difuntos le precede el de Todos los Santos, al menos desde que san Odilón incorporara la efemérides un par de años antes del ocaso del primer milenio. Y aunque festivo tan solo uno de ellos, como celebración de Todos los Santos, parece claro que ambas fiestas nos enfrentan a nosotros mismos y, en cierto modo, constituyen un símbolo más para integrar a nuestros antepasados al conjunto celeste de las huestes benditas. Porque la muerte señala el término de nuestra existencia corpórea, siendo la creencia en el transito de esta a otra más espiritual un acto de fe y de imaginación, una proyección de la vida desde un estado material a otra condición más etérea e ilusoria, sostenida por el dogma de la cultura. Y como los muertos no permanecen, son relegados al otro mundo de la cosmogonía humana. El Día de Todos los Santos, desde el pontificado del cuarto de los Urbanos, se conmemora como una compensación más al olvido que hayamos podido tener con algunos de ellos.

La fiesta se superpone a otras de origen pagano, como la celta del sambein, en la que se celebraba el final de las cosechas. La creencia era que el dios de la muerte hacía volver a los difuntos, permitiendo a los druidas la comunicación con los antepasados. Los romanos celebraban en febrero otra festividad en la que sus oraciones ayudaban a la paz y el descanso de los difuntos: era la feralia que, con el tiempo, llegó a confundirse con las celebraciones celtas. La fiesta de los muertos no se perdió con el paso de los siglos, y el halloween acabaría por sobrevivir a su época, eso sí, no con todos sus rituales de antaño. Con el cristianismo aquella vigilia se vino a conocer como la de Todos los Santos. Las primeras noticias del culto a los mártires aparecen en una carta de la comunidad de Esmirna, en la que se da a conocer cómo aquellos eran honrados junto a las tumbas. Tras las persecuciones de Diocleciano surgió la necesidad de una fiesta que se celebró desde el amanecer de la siguiente centuria. Con la cristianización del imperio, los papas reemplazaron la celebración de febrero por otra en mayo, siendo así como surgiría la de Todos los Santos, que con Gregorio III se traslada a noviembre, y con Gregorio IV se lleva a su esplendor en toda la Iglesia universal. Nosotros la celebramos a comienzos de mes, mientras que ortodoxos y católicos de rito bizantino lo hacen tras Pentecostés. También es festejada por luteranos y anglicanos, en un mes en el que el aire huele ya a frío como la propia tierra.

* Catedrático