Si la nostalgia cotizase en Bolsa, desde hace unos años su recurso se habría devaluado más que otrora el valor de los árboles del caucho. Esta sociedad vertiginosa también ha transformado en comida rápida la agridulce tiranía del pasado, el lastre de lo vivido que prematuramente se difumina por este imparable carrusel de acontecimientos. Fuera de las vivencias personales que remolonean en torno a ese coqueteo de lo pretérito, quedan arquetipos que ayudan al encuadre de ese zarandeo de melancolía: Las piscinas medio vacías que enfangan en sus aguas estancas las sensualidades agigantadas del verano; las canchas llenas de hojas y con la red destensada, fruto de una juventud perdida o de haciendas que han descascarillado su esplendor. El tenis es el reflejo de ese pretérito albo y exquisito, el paréntesis elitista en la hierba bien cortada mientras allende su cuadrángulo se fermentaba la Gran Guerra o los preceptivos y legitimados desquites proletarios. Luego, la raqueta se convirtió en el icono arcángelico que se complementaba con la rudeza de la fusta y los cimarrones de las cajetillas de Marlboro. Los tenistas australianos eran elfos y Santana un muletilla que derivó en arrebato chic frente a las entrañas carismáticas de Manuel Benítez.

Nadal se adscribe a la última glaciación de nuestras emociones. Pocas veces he sentido el deja vu en tiempo real como en la final del pasado domingo. Sabíamos que con Nadal y Federer íbamos a darnos un atracón de elegancia, de extenuarse en el respeto y en la ambición de la victoria, y en la sabiduría de gestionar esa hiel más que nunca almibarada. Asistíamos desde las antípodas a una polinización de la nostalgia, al retorno al verano del 2008, en el que sobre el requemado césped de Wimbledon el sol cayente amenazaba con desmadejar el mejor partido de la historia. Ganó Nadal con las últimas hebras de luz, en la hora más fotogénica para inmortalizar el aroma de la evocación.

A pequeñas dosis, como diría Paracelso, la nostalgia no es mala. Sirve, venida de estos dos egregios deportistas, para contrarrestar desde su respeto mutuo esa deriva populista y primaria que rezuma por tantas costuras del planeta. Estamos asistiendo a la vindicación dinosauria del hipotálamo, a olfatear nuevamente las esencias del Talión, y a disparar primero antes que razonar. Ese torbellino de la Casa Blanca, que niega el cambio climático como aquella curia que se juramentó contra la esfericidad de la Tierra, asume el penduleo del devenir humano, aunque casi retegustándose si se pasa de frenada. Y para acotar al distinto, nada mejor que aplicar la presunción de sospecha.

Junto a la gran nostalgia de Melbourne, orbitan otras nostalgias acaso no tan menores. Muere Paloma Chamorro para cerrar punzantemente otro ciclo, aguardando a que alguna vez llegue el Scott Fitzgerald de los ochenta. Y Pedro Sánchez juega al rojo o nada, hipotecando su comprimidísima nostalgia, ignorando, a fuerza ahorcan, el proverbio de Sabina: al lugar donde -supuestamente-- fuiste feliz nunca debes volver. Ante esa pandemia de ataque de nervios, nos queda la exquisitez de un partido de tenis; un holograma, con volea, paralelo y revés, de lo mejor de nosotros mismos.

* Abogado