Parece ser que aún hay que explicar que el hecho de poder tocar a una mujer solo depende de ella. Lo vemos estos días con los Sanfermines, ya con una denuncia por abuso sexual en su segundo día. Durante la grabación de una reportera del programa de Antena 3 Espejo Público volvemos a escuchar los mismos argumentos: que si van provocando, que si llevan un escote por aquí, que si lo van pidiendo. Eso, mientras la acosaban abiertamente, entre el jolgorio cómplice, encendido y matón de la manada embriagada de canibalismo. Es lo mismo que se ha escuchado siempre. La misma idiotez, el mismo encefalograma plano del pensamiento aplicado al deseo. Pero ahora lo escuchamos en muchachos muy jóvenes, con las camisetas rosadas por el tinto peleón que les cae a chorros sobre el cuerpo. Alguien podrá decir -también ellos lo dicen- que las chicas que van allí saben a lo que van, que quien se interna en la fauna salvaje de Pamplona estos días de fiesta sabe a lo que se expone. Entonces ¿la alternativa sería que no fueran? Si asumimos que la solución para que no haya violaciones en los Sanfermines o en cualquier otra fiesta popular es que las mujeres no aparezcan por allí, estaríamos negándoles el derecho a desplazarse libremente. Dicho así parece una estupidez de similar calado a las contestaciones expuestas unas líneas arriba, pero es la consecuencia de esa argumentación. En ese caso, si admitiéramos que Pamplona es, durante los Sanfermines, un territorio en el que la libertad sexual de la mujer ha sido abolida, no habría más remedio que prohibirlos, por haberse convertido en un territorio sin derecho. Y eso es lo que no podemos admitir: ni la naturaleza de esas explicaciones ni las consecuencias dialécticas que conllevan. Porque ninguna fiesta o verbena popular, con más o menos afluencia de público, puede convertirse en un nuevo territorio sin ley.

Sin embargo, no creo que la esencia de lo que sucede en los Sanfermines sea muy diferente a lo que podría ocurrir en otros ámbitos con una complacencia similar. Es como si a la gente le pareciera normal que en las comidas de Navidad, o en las cenas de empresa en las que todo el mundo se toma una copa más de lo habitual, entendiéramos como normal que, en la pista de baile, toda mujer que mueva la cadera está pidiendo a gritos que le pongan las dos manos encima, y a veces algo más. Es exactamente lo mismo que creer que si una mujer baila sola, o está sola en la barra, está pidiendo a gritos que venga alguien, generalmente un hombre, a rescatarla de su soledad. No estoy diciendo que un hombre no pueda acercarse a una mujer y hablar, en la pista de baile o en la barra, o en la parada de un autobús: lo que estoy criticando es esa tendencia masculina a entender demasiados mensajes subliminales donde solo hay normalidad de vida. Si seguimos con la argumentación de arriba, ¿qué habría que hacer en la playa? ¿Y en una playa nudista? Por esa regla de tres, ni siquiera haría falta preguntar. Me sigue pareciendo no sé si más indignante que increíble, o al revés, o las dos cosas, la cantidad de eximentes cotidianas que el ser masculino ha desarrollado para justificar el exceso de su primitivismo, que acaba vulnerando el derecho ajeno, y la facilidad con que todas esas ideas han calado dentro no sólo de los hombres, sino también de muchas mujeres.

Y no. Nadie va provocando nada. Nadie va pidiendo nada. Nada justifica que, sin una aceptación previa, pongas tu mano encima de otro cuerpo. Lo contrario es una cosificación de la mujer que nos sitúa en la barbarie de la convivencia. Esto, como se sabe, no es un problema solamente español: la mayoría de las sociedades, desarrolladas o no, se encuentran con este tipo de conflictos. Y claro que los hombres tenemos que elevar la voz, claro que tenemos que evitar cualquier sonrisa de subliminar comprensión ante lo que empieza, transcurre y acaba siendo únicamente una agresión contra la libertad ajena. No se trata sólo de los Sanfermines: se trata de nosotros, de las normas que adoptamos para relacionarnos. Todo no puede especificarse en el Código penal, que a fin de cuentas también aquí nos asiste con cierto detallismo. En todo el mundo se está librando una guerra, a menudo silenciosa, por los derechos de la mujer, y no hay ataques pequeños, ni violaciones insignificantes o complicidades inocentes. Son hermosos el deseo y la sensualidad, su poética silente. Lo demás es violencia. Y no hay duda posible. El asunto es sencillo, un discurso de sólo una palabra: No.

* Escritor