Si de vez en cuando (la mayoría de las ocasiones más en vez que en cuando) hay problemas con las fiestas populares, tanto de mayo como del resto del año, es porque… no tenemos claro lo que es una fiesta popular.

Verán: toda fiesta tiene esos componentes que todos conocemos de alegría, diversión, ocio y cultura popular, incluso en las más serias que podamos imaginar, como por ejemplo, y sin ir más lejos, la propia Semana Santa. Pero ninguna de ellas, desde la más jaranera a la más espiritual, debe tratarse como si fuera un producto cerrado del sector del ocio y hostelero. ¡Oiga! Y no estoy en absoluto en contra de una buena juerga en un local nocturno, de una celebración familiar y de amigos en torno a un perol o en una terraza o de una divertida promoción de cine, de cervezas, de alta cocina...

Pero una fiesta popular, no lo olvidemos, es otra cosa. Y por muy atractiva que sea para el visitante, no se trata de una extensión más de la oferta turística o un complemento para el sector hostelero.

Porque para lo que sirve una cita festiva tradicional, y de hecho es el único factor que la distingue de cualquier otra francachela, es que una fiesta popular, precisamente, hace pueblo, hace comunidad. Por eso cada uno de estos eventos (insisto, desde el más alegre al más serio) ni son espectáculos ni productos de ocio o turístico. Son un trabajo colectivo, tanto de los convocantes como de los organizadores, así como de los participantes, que deben vivirlas siguiendo unas reglas para disfrutar de la convivencia, vertebrar sus relaciones, organizar incluso sus vidas a lo largo del año, crear identidad común y buscar un modelo en el que sentirse reflejado e identificado, y con todo ello hacer más fuerte y coherente la sociedad. Y no lo digo yo, porque estas fueron unas de las razones por la que la Unesco nombró la Fiesta de los Patios como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.

Y si tenemos claro todo esto, verán que es más fácil discernir en Córdoba lo que le falta y lo que le va sobrando a nuestras fiestas.