El hombre contemporáneo anda perdido y aturdido, siempre huyendo de sí mismo, en medio de un mundo que se le ha vuelto hostil y extraño, falto de belleza y bondad. Cuando los hombres han dado la espalda a su espíritu, cuando ya no hay tiempo para cultivar la propia interioridad y las exigencias del alma, cuando el hombre se ha vuelto "pobre de espíritu", es cuando el hombre experimenta el dolor objetivo de sus pecados: trastornos psicológicos y psicosomáticos en niños que nadan en la abundancia pero que están abandonados del cariño paterno y materno; terribles heridas y traumas de separaciones, traiciones, cuando no de una clara complicidad entre los cónyuges; padecimiento de las injusticias más descaradas en el ámbito laboral. El hombre, más que nunca, experimenta en su carne el terrible padecimiento del hombre a manos del hombre: del mal. A ello se une la desesperación ante el sufrimiento y el padecimiento, ante la enfermedad y la muerte, que lejos de ser alejadas por esta sociedad del bienestar, que nada en el lujo y en la abundancia, se han hecho más presentes. El hombre occidental vive en la esquizofrenia, oculta esta realidad como algo vergonzante y humillante. No sale en los anuncios, ni en la prensa, no es la imagen que ofrecen del hombre contemporáneo los publicistas ni diseñadores. Frente al hombre triunfador, sometido al perfecto autocontrol, que goza de la fama, del poder y del dinero, de un cuerpo perfecto y eterno, se encuentra el hombre real, de carne y hueso, sumido en el dolor y el sufrimiento.

Ese hombre, el de verdad, se encuentra cara a cara con el milagro de la Navidad: todo un dios, en su realeza y dignidad, hecho un niño. El misterio de todo el poder divino puesto en las manos del hombre, a su cuidado y responsabilidad. Y ya en algunas tradiciones, ese niño aparece con los estigmas futuros de la cruz y de la corona de espinas, porque ese dios-niño bajó a la Tierra para padecer por nuestros pecados, para sufrir en su piel virginal la acción del mal causado por nuestra libertad. El hombre sufriente puede acercarse a ese dios hecho niño, viendo en su comunidad de vida y padecimiento con el hombre el misterio de un ser puro que se entrega al sufrimiento para hacernos a nosotros puros, plenos, libres e íntegros. Sin duda, la gran aportación del Cristianismo es la figura misma de la piedad encarnada en ese niño, y en su madre. El misterio de un amor que perdona, espera y sufre; que lo da todo sin esperar nada a cambio; que se entrega a sí mismo hasta la muerte. Como dice un buen amigo mío: esa piedad es la única capaz de salvar al hombre de su animalidad y su barbarie.

* Profesor