Sergio Ramírez recibió el Premio Cervantes mientras se desangraba Nicaragua. Ese mismo día publicó un artículo en El País titulado Una represión sin sentido, en el que denunciaba la situación de su país: «En Nicaragua el régimen está usando la violencia desproporcionada y sin sentido para reprimir la justa protesta ciudadana encabezada por los jóvenes que están siendo masacrados por fuerzas paramilitares y policiales. Centenares han sido apresados y no se sabe de su paradero». Así empezaba. Era oceánica la distancia entre el momento de Ramírez y el fuego urbano que ya estaba arrasando las plazas nicaragüenses, pero el novelista no se había despegado ni un solo milímetro de su escritura de la realidad. El domingo anterior al 23 de abril, en la quinta jornada de manifestaciones contra la reforma de la Seguridad Social impuesta entonces por el presidente Daniel Ortega, las tropas paramilitares sandinistas y la policía se estaban empleando algo más que duramente contra los estudiantes que se habían tirado a la calle a protestar. Entonces se hablaba ya de unos 30 muertos. Ahora, cuando escribo estas líneas, a mediados de junio, las cifras de muertos oscilan entre los 154 y los 168, según las fuentes que se consulten. Eso sin contar los centenares de detenidos y, lo que es más inquietante: los desaparecidos, de los que no se sabe aún el paradero después de casi dos meses de protestas. No hace falta decir lo que significa en la conciencia de coraje y dolor de América Latina esa palabra, desaparecidos, con qué episodios sangrientos se ha ligado en la aurora, con esas madres alzando su desesperación con las fotografías de sus hijos.

Aunque Daniel Ortega ya retiró entonces la ley objeto de las manifestaciones, la gente no ha parado de salir a la calle, de coger la democracia por los pies para darle la vuelta y convertirla en lo que debería ser. Porque a tenor de lo que llevamos observando estas ocho semanas, en Nicaragua no hay una democracia, sino un estado policial. Si no se han abolido oficialmente los derechos civiles, la realidad nos muestra un escenario con su toque de queda grabado a fuego en la frente de los detenidos. Los antidisturbios no pueden contener el fuego de un país, esencialmente, porque ellos forman parte de su piel y antes o después deberán regresar a su vientre materno para mirar la sangre que han vertido. La gente ya no sale por la Seguridad Social, sino porque se ha entendido que Nicaragua es una dictadura encubierta, con ese viejo brillo sandinista convertido en urgencia de perpetuidad. El asesinato del periodista Ángel Ganoa de un tiro en la cabeza, mientras filmaba una de las manifestaciones, podría convertirse en símbolo de la represión del presidente Daniel Ortega; pero qué mayor símbolo que estos 160 muertos de los que hablamos ya, sus vidas rotas, con sus nombres y rostros sobre nuestro silencio.

Pocos antes de que comenzara esta pesadilla, en febrero, estuve en Nicaragua, en el Festival Internacional de Poesía de Granada. Han sido algunos de los días más felices que he pasado últimamente, reencontrándome con amigos poetas de toda Centroamérica y conociendo otros nuevos, rostros y voces que me acompañaban cada noche con su roce encendido en los recitales de la Plaza de la Independencia o mientras brindábamos en La Calzada. Todo lo que recuerdo de la poesía y la gente en Granada es una pura belleza; o, como se dice en Costa Rica, pura vida. Cuando vi esos escenarios devastados por los asaltos de los paramilitares, con los fuegos tras los enfrentamientos, cuando he vuelto a mirar ese cielo cobalto de Granada y me he recordado a mí mismo entre ellos, he pensado en los organizadores del Festival: el poeta Francisco de Asís Fernández, Gloria Gabuardi y la poeta y novelista Gioconda Belli. No puedo unir sus rostros a todo este dolor, a este estado de sitio en todas estas ciudades nicaragüenses, a tanto miedo y a tanta indefensión.

Nicaragua es una tragedia para quienes amamos la poesía, la vida y la justicia para la convivencia. He visto fotografías de Gioconda manifestándose en Madrid, en la Puerta del Sol, junto a Sergio Ramírez y más compatriotas que siguen creyendo que la libertad es un derecho que se reclama andando. Hay razones para denunciar estos abusos contra su democracia: pero por Nicaragua siento, además, una gratitud honda, ese tipo de angustia por lo que hemos amado. La comunidad internacional debe pronunciarse. Hoy Nicaragua encarna la primera pureza de las palabras lucha y democracia.

* Escritor