Es como si el 2016 no se hubiera resignado a morir, y lo hiciera soltando un último zarpazo, una especie de bala en la recámara que nos aturde el tímpano con su silencio líquido. Muere Nacho Montoto, con 37 años y familia, y escribo estas palabras, como antes escribí, hace apenas unos meses, Eduardo García, como escribí después Adolfo Cueto, con una mezcla de extrañeza y dolor, de vértigo y maleza. La poesía, en Córdoba, está sufriendo golpes profundos y macizos, que nos dejan sin habla y sin respiración. No podíamos esperarlo, pero la vida también es esto, una obra interrumpida cuando toca sus límites de esencial plenitud. Con alguien tan querido como Nacho, y además por tanta gente, con esa amabilidad que hacía suave el encuentro y una placidez que no sentía moverse el suelo bajo los pies, convivirán una multitud de retratos diversos, integrados, autónomos, conexos, porque su territorio vivía una expansión fértil y continua, entre Cádiz, Córdoba y Sevilla, hondamente distintas, pero las tres con pulso literario, con brío de palabras en la consumación de una tradición propia. La poesía de Nacho estaba en una búsqueda difícil: la palabra ajustada, una especie de síntesis interna de la emoción primera, con briznas de imágenes que resaltaban la profundidad, pero también el contorno del campo, como en Tras la luz y en La cuerda rota. Lo primero suyo que leí fue un cuaderno titulado La ciudad de los espejos, sobre el que escribí, con unas prosas poéticas de plasticidad, ritmo y enigma: «Las calles llenas de botellas ahogan las aceras las gargantas de los jóvenes las terrazas de los bares el sol fuego en una mesa que abrasa el aluminio derrite el carmín de los labios». Escritor de este periódico, su Cosmopoética, tan agradable, fue una plasmación de su carácter. Detrás de todo poeta habita un hombre que convive con su propio misterio, con su noche de luz. Algunas vivimos juntos, entre el humo del Soul, con el único sorbo de la luna presente.

* Escritor