Me refiero a la música clásica, llamada casi despectivamente música de elite. Clasicismo que derrocha arte y modernidad, frente a la repleta de excitación ruidosa, tan habitual en el verano. Como excusa para escribir sobre esta realidad, recuerdo que el día 25 cumpliría 100 años Leonard Bernstein, director de orquesta y compositor; músico total. Lo demostró al frente de la Filarmónica de Nueva York y, también, como director de la Filarmónica de Viena. Recuerdo aquellos conciertos retransmitidos por TVE, allá por los años 60, tan pedagógicos para los jóvenes. No olvido su manera de dirigir agarrando la batuta con sus dos manos. ¿Dónde están ahora esos espacios mediáticos públicos y privados? Abunda, eso sí, otra cultura musical donde miles de jóvenes son atraídos e hipnotizados por la luz psicodélica de los rayos láser al compás de un sonido musical excitante que se queda en la epidermis. «No interesa la música clásica -dicen los expertos-, a la gente le gusta otra cosa». Añoro el Festival Internacional de Piano Ciudad de Lucena, que era un vergel, un oasis, en este páramo desértico ocupado por, en muchos casos, tanta composición rutinaria inoculada en la mente de los consumidores a los que previamente se les oculta la belleza de la Música con mayúscula. Por ejemplo, una sonata de Chopin, unos preludios de Debussy y una fantasía Bética de Manuel de Falla. Decía Nietzsche: «Sin música la vida sería un error». Tras oír Los maestros cantores de Wagner, escribió: «Se estremece en mí cada nervio, y hacía mucho tiempo que no tenía semejante sentimiento duradero de arrobamiento».

* Periodista